El Gobierno es el dueño del dinero con que se hacen las películas mexicanas; el Gobierno es el dueño de los estudios en que se fabrican; el Gobierno es el dueño de las salas donde se exhiben, y el Gobierno es el dueño de la red que las distribuye en México y en el extranjero, pero el Gobierno no es el dueño de las películas mexicanas.

Remachemos sobre este punto esencial: los dueños de las películas realizadas con el dinero del Estado, en los estudios del Estado, distribuidas por las compañías del Estado y exhibidas en las salas del Estado, son veinte señores, en su mayoría viejos -más viejos por dentro que por fuera-, en su mayoría egoístas y privados de imaginación creadora, comerciantes, es decir, ni siquiera comerciantes, sino fabricantes de churros en gran escala, con los ojos puestos en la taquilla y el corazón en los bancos donde guardan sus millones, cuya desmesurada codicia unida a su proverbial estupidez, está a punto de matar esa gallina de los huevos de oro, conocida con el nombre de CINE MEXICANO.

El peor negocio del mundo

¿Por qué decimos que el dinero con que se hacen las películas es del Estado? Sencillamente porque el Banco Cinematográfico, propiedad del Gobierno, es el que refacciona a los productores con el 70 o el 80 por ciento del valor de cada película, pero como los presupuestos que se someten a la consideración del Banco siempre están inflados, no seria exagerado afirmar que del bolsillo del Gobierno, o si se quiere del pueblo, sale el 110 por ciento del valor de las películas.

Ahora bien, si el Estado financia más de la totalidad del costo, justo sería exigirle a los productores que cuando menos un porcentaje modesto de la producción conviniera a los intereses nacionales. Ocurre precisamente lo contrario. De las mil películas hechas a partir de 1950, sólo se salvan seis, y con mucho optimismo, ocho, o sea menos del 1 por ciento de esos kilómetros y kilómetros de celuloide, de esa gigantesca montaña escatológica, de ese vomitivo preparado a base de tangos, prostitutas, refritos de zarzuelas, charros, vam­piros, Tintanes y Clavillazos.

¿Para obtener ese resultado el Gobierno ha invertido 500 millones de pesos? ¿Para que nuestras películas sean rechazadas invariablemente en todos los festivales internaciona­les? ¿Para que en un estudio de la UNESCO, México ocupara, por lo que hace a calidad de producción, el último lugar, honroso lugar que compartimos con Egipto?

Se debe cuidar el dinero del pueblo

Se debe cuidar el dinero del pueblo. México es un país donde estas perogrulladas son simples palabras, necesidades imperiosas que nadie trata de incorporar a una política, verdades aplastantes pero que todavía es necesario justificar.

¿Por qué los señores productores deben cuidar el dinero del pueblo? Por razones nacionales y por razones internacionales. Un público analfabeto, o medio analfabeto, nacionalista, ávido de espectáculos que le muestren algo de su realidad, algo de sus problemas o de sus luchas, prefiere el cine mexicano a cualquier otro cine. Ese es un hecho histórico. ¿Y qué tipo de realidad, qué imagen del mexicano le da nuestro cine? No le da nunca el arte dramático de un pueblo respetable, no exalta sus virtudes, no critica sus defectos, no encarna sus esperanzas, no le da siquiera una buena diversión, sino un México de bandoleros, de pachucos, de niños cantores, de ridículos sentimentalismos, en una palabra, la imagen deformada, inexistente, inmoral y grotesca del mexicano.

Y esta imagen deformada es la que exportamos, no ya a Europa -porque Europa le ha prohibido la entrada a los churros mexicanos-, sino al mundo latinoamericano, a los 200 millones de hermanos que viven en el sur de los Estados Unidos, en las islas del Caribe Y en los países que se extienden de Guatemala a la Tierra del Fuego, en el extremo sur del Continente.

Nuestro único medio de expresión

Para llegar a ese mundo, para hacernos presentes en ese mundo, para llevarles nuestro mensaje, no tenemos otro medio de comunicación que el del cine. México carece de revistas capaces de penetrar e influir en el mundo latinoamericano como las tienen Brasil y los Estados Unidos; México no cuenta con una potente estación de radio capaz de ser escuchada en Perú, en Chile, en Argentina; México no tiene una agencia de noticias como la AP, la UPI, la FRANCE-PRESSE, la TASS, pero en cambio, dispone de más de mil cines en Latinoamérica, a fin de hacerse oír.

Esos mil cines han exhibido mil películas que han visto millones y millones de hombres, mujeres y niños de nuestra lengua, de nuestra formación, de nuestro mundo. Fuera de las seis, de las ocho, digamos con generosidad de las diez películas que en la última década han realizado con un enorme esfuerzo Gabriel Figueroa, Ismael Rodríguez, Manuel Barbachano, y recientemente Alatriste, con dos películas de Luis Buñuel, el gran total, las 990 películas restantes, las hemos empleado en nuestro descrédito, utilizando el único medio de difusión a nuestro alcance, no en favor sino en contra, no para honrarnos, sino para desprestigiarnos.

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Las salas en la República

Hace menos de dos años el Estado destruyó el monopolio de la exhibición que controlaba el bien conocido señor Jenkins y compró más o menos en 200 millones, las mejores 300 salas de la República, las mejor situadas y las que tienen la mayoría del público.

Hasta la fecha, esa inversión, que tanto escandalizó a la iniciativa privada y que abría incalculables perspectivas a la dignificación del cine mexicano, no ha logrado levantar su calidad, ni aliviar la crisis económica de la industria.

Y es natural que así ocurriera. ¿De qué sirve ser el dueño de las salas, si no se es el dueño de las películas? Es como si el Gobierno, consciente de que las lecherías venden leche adulterada y los hospitales cobran excesivas cantidades a los enfermos, hubiera comprado lecherías y hospitales, dando esta buena medida como resultado que los productores de la leche la bautizaran con mayor cantidad de agua o que en los hospitales se explotara con mayor impunidad a los enfermos.

200 millones costaron las salas. Muy bien. Los productores se frotan las manos. Esto significa un palacete más en Polanco. Una villa en Acapulco. Un collar de esmeraldas para adornar el cuello de la naciente estrella.

La red de distribución

Hay tres cadenas: PELICULAS NACIONALES se encarga de la distribución en la República; PELICULAS MEXICANAS, en Centro y Sudamérica; CIMEX, en los cines de habla española, de los Estados Unidos y muy ocasionalmente en el resto del mundo.

De las tres cadenas, el Banco Cinematográfico tiene el 51 por ciento de las acciones y el 49 por cieno los 20 productores de churros a que nos hemos referido, que son a su vez consejeros del Presidente del Banco, especie de factótum y divina providencia a quien corresponde asimismo el cargo de Presidente del Consejo de Distribución de las Cadenas.

No sin repugnancia metamos la nariz en el mecanismo de las cadenas, tan vitales para la industria, ya que México da el 30 por ciento de las entradas por exhibición; 15 por ciento los Estados Unidos y el 50 o el 55 por ciento, los sufridos pueblos de América Latina.

PELICULAS NACIONALES y CIMEX, con todas las deficiencias de las entidades burocráticas, cumplen su tarea; no así PELICULAS MEXICANAS. Los gerentes, destacados en cada país de América Latina, muchas veces mejor pagados que los diplomáticos, no son los representantes de una industria ante 200 millones de latinoamericanos, no son honestos funcionarios capaces de trabajar por nuestro crédito, sino en su conjunto, productores fracasados, españoles reaccionarios que odian a México y utilizan su cargo en beneficio y propaganda del régimen franquista, o burócratas aliados a la mafia de los productores sin escrúpulos, sin otro ideal que el de enriquecerse mediante el cohecho, el negocio turbio y la trampa.

Esta gente se ha encargado de rematar a la gallina de los huevos de oro. Mientras el cine mexicano retrocede en todos los frentes, el cine de otros países va llenando los huecos. Sería interesante que PELICULAS MEXICANAS contestara las siguientes preguntas: ¿Por qué nuestras películas ya no se proyectan en las salas de estreno y cuesta trabajo incluso, hallarles acomodo en los programas de los cines de barrio? ¿Qué porcentaje de películas teníamos hace cinco años en Venezuela o en Colombia, y qué porcentaje nos queda en 1962? ¿Qué pérdidas se registraron en Latinoamérica debido a malas películas o a malos manejos de los gerentes?

Las dos mafias culpables de la muerte de nuestro cine

Las dos mafias que asfixian al cine mexicano, la de los productores y la de los sindicatos, en lo esencial y aunque no lo parezca, obran de común acuerdo. Los 20 productores, sin arriesgar nada, sin afrontar riesgos, se suceden en los cargos de la Asociación, se alternan los consejos de las Distribuidoras y los consejos de la Comisión de Anticipos, de un modo regular, invariable, como las figuras de un carrusel que dan vueltas y vueltas sin otros cambios, sin otras modificaciones que las del tiempo transcurrido. En 20 años sus pieles se han llenado de arrugas, sus cabezas se han despoblado o han encanecido, su sentido creador, su audacia, el deseo de renovarse -si alguna vez tuvieron estos dones-, sufren una decadencia generalizada. Ninguno de ellos abandona el cetro, ninguno de ellos desciende de su elevado trono, ninguno de ellos se ve atormentado por la pesadilla de la sucesión o de la renuncia. Verdaderos monarcas, su poder, como el de los reyes absolutos es omnímodo y eterno. Las 20 momias cierran las puertas de la Asociación a los elementos renovadores, a los nuevos, a los que tienen ideas y consideran como intrusos indignos de sentarse a su lado y alimentarse con las migajas del gigantesco pastel que pronto harán desaparecer en sus vientres insondables. Congelan a los directores de talento que no se doblegan a sus exigencias -recordemos el caso de Emilio Fernández a quien tuvieron siete años sin trabajo-, destruyen la carrera de los artistas –basta mencionar el caso de Leticia Palma–, corrompen a la prensa, ya que disponen de enormes recursos publicitarios, y figuran a ocho columnas alabados y reverenciados como benefactores del cine, y abruman al Gobierno con memorandums, recetas panaceas destinadas a salvar a la industria torpedeada por su codicia y su conformismo, cuando todos saben que la única fórmula para impedir la muerte del cine, consiste en que esos 20 señores desaparezcan del escenario dominado por ellos durante tantos años y se retiren a gozar de sus millones obtenidos gracias al ejercicio de la prostitución en gran escala.

Seguramente sorprenderá el tono airado que empleo en este artículo. Se dirá que es excesivo, pero yo pregunto: ¿cómo se puede hablar de una historia de codicia y de estupidez que ya dura 20 años, sin dejarse llevar por la indignación? En 1942 el cine era más digno, había entusiasmo, había realizaciones de importancia; en 1962; a medida que el país crece y se forma un público y una exigencia, el cine, el poderoso medio de expresión moderna, el cine que se perfecciona y figura como una de las grandes realizaciones del hombre, en México no es un arte, ni expresa una realidad nacional, ni satisface ninguna aspiración elevada.

Emilio Fernandez

La mafia sindical

El cine carga todo ese lastre y algo más: también carga a la mafia sindical. Yo he tenido la oportunidad de asomarme a los estudios, de observar el trabajo de electricistas, carpinteros, escenógrafos, camarógrafos, maquillistas, técnicos de sonido, de iluminación, etc., y me ha sorprendido su eficacia, su buen gusto y su sentido de la responsabilidad. Una mañana, en el Observatorio de Chichén ltzá, donde se había montado un cobertizo de paja que representaba el campamento de un arqueólogo, un reflector hizo arder la paja. En Chichén Itzá no hay agua, ni existían extinguidores, pero el fuego logró dominarse en un abrir y cerrar de ojos. Al lado de estos técnicos, de estos obreros entusiastas en que culminan las cualidades del obrero mexicano, o para hablar con precisión, no al lado, sino arriba de ellos, dominándolos, explotándolos, sirviéndose de ellos, existen los falsos líderes, los dirigentes fósiles y corruptos, los zánganos que viven de la industria a cambio de impedir su desarrollo.

El miedo que sienten los productores a los jóvenes, a los que puedan desplazarlos de sus cargos, es el miedo que sienten los lideres –Fidel Velázquez erigido en paradigma-, y el miedo que sienten los directores ante cualquier posibilidad de innovación. Aquí también, entre los directores, encontramos a un grupo de hombres apolillados, de instrumentos ciegos de los productores que en vez de emplear el resto de sus fuerzas en dirigir sus películas, la emplean en bloquear el camino a los jóvenes. ¡Ah, siempre esos viejos mexicanos obstruyendo el camino de la nueva generación! En el caso de los directores, la castración cobra un refinamiento azteca. No sólo le impiden la entrada a los ilusos -hay que solicitar autorización para dirigir películas a quienes está probado que no saben di­rigirlas-, sino que su veto es de tal manera terminante que llega a cobrar las proporciones de una condenación divina. Ningún joven mexicano ha soñado nunca con llegar a ser director de cine, como tampoco sueña en ceñirse la corona de Inglaterra, y lo mismo ocurre con el coto cerrado del sindicato de fotógrafos y con el sindicato de adaptadores.

Estamos pues frente a un extraño porfirismo. Bulnes se divertía sumando las edades de los gobernadores y diputados de don Porfirio. Arrojaban cifras astronómicas. Pero hoy no se trata de divertirnos sumando edades de productores, directores, estrellas, líderes, fotógrafos, adaptadores, sino de dar una idea de esta vejez, de esta arteriosclerosis, que ha endurecido peligrosamente las arterias del cine mexicano conduciéndolo al reblandecimiento y a la idiotez senil que le son propios.

Viejos, sobre viejos, sobre viejos. Popocatépetl de temblorosa decrepitud, de gelatina rancia. ¿Con este osario, con este pudridero, es posible aspirar a un cine nuevo, a un arte dramático vigoroso? Y entiéndase bien que no objetamos su vejez física; lo que objetamos es su vejez intelectual y moral, su egoísmo cicatero, el no haber preparado a los jóvenes, el veto con que los mantienen fuera de la industria, su falta de probidad profesional, su carencia de sentido creador, el haber llevado al desastre a un cine que pudo ser el orgullo de México.

Los viejos fósiles, millonarios, codiciosos y egoístas del porfiriato, que se creían los dueños omnímodos del país, fueron barridos por la gente joven de la Revolución y esperamos que una revuelta de jóvenes expulse a todos los viejos corruptos, desde los productores a los fotógrafos, sustituya a los gerentes de distribución por economistas honrados y patriotas, y se empeñe en crear el arte dramático digno de un país como el nuestro.

Si el Estado es el dueño del dinero, de los estudios, de las salas y de las cadenas distribuidoras, a él le corresponde en derecho iniciar la tarea de limpieza barriendo a las dos mafias responsables de la ruina de la industria, para que nuestro cine ofrezca al mundo la imagen verdadera de un México en ascenso.

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>>Texto extraído del Suplemento número 23 de “La Cultura en México”, 1962. >>