Eusebio Ruvalcaba

Óscar Garduño Nájera

Toda vida es un proceso de demolición.

Francis Scott Fitzgerald

  1. Hasta ahora no sé quién diablos es Eusebio Ruvalcaba, pero en estos momentos se debate entre la vida y la muerte, se defiende, no se deja, rendirse a las primeras no es propio de él (y sí de muchos de sus personajes), lo comprendió acaso hace muchos años, quizá cuando escribió su primer cuento, su primera novela, cuando supo que enfrentarse a la literatura mexicana del siglo XX era enfrentarse a una horda de fantoches.

No sé quién diablos es Eusebio Ruvalcaba, pero sí sé que es un hombre que nunca se cansa de escribir de lo que le venga en gana, nunca atento a las modas literarias, de mujeres (acaso influenciado por el poeta español José María Álvarez), constituidas como un nuevo género narrativo en la literatura mexicana gracias a él, de alcohol, menos borracho que sus admirados Juan Rulfo y José Revueltas y más cercano al proceso autodestructivo lowryano, donde el alcohol no sólo es un irrestricto vicio sino que se convierte en arma infalible para la creación literaria, de música clásica, porque creció con notas musicales como pañales, porque no le faltó alguna hermosa pieza de su padre, Higinio Ruvalcaba, con la que acostumbraba a arrullarlo, y de más mujeres, y de más alcohol, y de hombres sin historia, con el rostro tallado de dolor frente a la vida. Por eso digo que no sé quién diablos es Eusebio Ruvalcaba.

  1. Que la chingada quiso venir desde el mismísimo infierno por Eusebio Ruvalcaba lo sabíamos, resistió frente al embate de la enfermedad y el fúnebre significado de la muerte, que se construye a la vez que paradójicamente destruye todo a su paso, frente a las pocas esperanzas de los médicos. Eusebio Ruvalcaba dio la lucha y se aferró hasta el último segundo a una vida que terminó por salir de su cuerpo.

Ha muerto un grande. Hoy es una de las tardes más tristes en la historia de la literatura mexicana del siglo XX.

Eusebio Ruvalcaba fue uno de nuestros últimos outsiders y un autor de culto que se leía poco y se quería mucho. En alguna ocasión le pregunté acerca de lo qué pensaba sobre la muerte en su casa de San Fernando. Habíamos bebido y en la atmósfera sonaba algo de Schumann, recomendación de él.

Guardó silencio durante varios segundos. Su mirada se perdió en un punto lejano, como si a través de ella diese todas las respuestas posibles. Ese mismo silencio que ahora seguramente ya habita en cada uno de sus pensamientos, tan secos como hojas otoñales, tan secos como la boca de cualquier alcohólico la madrugada de un domingo.

Entonces le pedí de favor que leyera uno de los poemas de El Diablo no quedó defraudado, libro por el que yo llegué a Eusebio, pues para ese entonces yo trabajaba en la editorial Daga, quien no sólo me presentó a Eusebio Ruvalcaba sino que además tuve la oportunidad de llevarle en varias ocasiones paquetes de sus libros a su casa, donde mi emoción era la de un niño cuando le pedía que me dedicara un ejemplar, esperando llegar a la esquina para ver lo que me había puesto.

Eusebio se negó a leer, dijo que era muy mal lector y que además ya se sentía borracho y cansado. Insistí. Se levantó, se dirigió a su librero, regresó con el libro en las manos y ocupó un gran y cómodo sillón, del cual minutos antes yo le había dicho que se me figuraba a aquel desde el cual recibía Alfonso Reyes a sus visitas. Él rió.

Los dos lloramos mientras iba machacando cada verso de un poema dedicado a su hijo Alonso. Llegó a las últimas líneas, lo escuché: “algún día mi hijo dirá: sólo recuerdo su aliento a ron/ y está bien que así sea”.

¡Pues que la chingada se vaya bien acompañada contigo, Eusebio!, porque aprendiste a vivir y a beber en plenitud, porque enseñaste lo que era la integridad del escritor, porque escribiste de lo que te vino en gana y sin más afán que el de encontrar en la palabra escrita uno de los caminos más importantes del hombre para dar con la belleza, porque los que te conocimos no sólo admiramos tu prosa que, si bien no perfecta, era una de las más sinceras, por tu proceso de demolición a lo Fitzgerald, por tu adorable autodestrucción, impuesta como catecismo de quien busca al Diablo para no dejarlo defraudado.

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