Saray Curiel
El triunfo de Donald Trump plantea severas interrogantes que ponen en jaque al mundo entero. Por un lado, por el evidente discurso de odio y división que lo ha caracterizado desde el periodo de su candidatura y hasta los primeros días de lo que ha durado su gobierno. No se trata únicamente de la perorata de un xenófobo, misógino y homófobo a quien múltiples usuarios de Twitter han diagnosticado como la manifestación de alguna enfermedad mental, luego de que reinterpretaran un post del pentágono en días recientes. El problema es mucho más profundo, pues lejos de la personalidad del extravagante sujeto, debe leerse el discurso de inconformidad, de intolerancia y de irracionalidad de quienes lo respaldan.
En un análisis de cultura política, las manifestaciones de los electores que, acostumbrados al abstencionismo, se movieron a las urnas para respaldarlo dice mucho más que los discursos de los “intelectuales” que creían imposible su llegada al poder. Las prácticas de la democracia actual la revelan como una verdadera democracia de consumo, donde los electores en el ejercicio de sus derechos no adquieren sino un producto más. En el caso de Trump, obtuvieron uno de los llamados productos “milagro” que prometen resolver los grandes problemas de la humanidad de manera análoga a un potente quema grasa o un tónico para el cabello. Pero, ¿a qué apelan en verdad esos discursos?, ¿por qué es posible que un ama de casa o un hombre en medio de su jornada laboral levanten el teléfono y compren convencidos por un infomercial, aun cuando sus capacidades lógicas los alertan de la mentira que encierra?
Es evidente, hay que decirlo, el profundo descuido que pesa sobre el papel de lo irracional. Es el resabio de los viejos discursos que en la ilustración reconocían en la razón al motor que movería al mundo—occidente era el mundo—rumbo al progreso y que generaron lo que en aquel entonces simbolizaba la nueva teoría política basada en la idea del ascenso del ciudadano al poder como ser racional; del adulto responsable, capaz de elegir correctamente a sus gobernantes. Pese a todo, ese discurso ignora de manera manifiesta la condición humana, hace de lado las motivaciones inconscientes que permiten la elección de los subterfugios marcados por la inmediatez ante los grandes problemas que plantea la existencia. Olvida los rasgos violentos del ser humano que busca en su otro al responsable del olvido de sí mismo.
Give the public a break – The FAKE NEWS media is trying to say that large scale immigration in Sweden is working out just beautifully. NOT!
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) February 20, 2017
El conjunto de los lectores no se compone de expertos conscientes de la dinámica de la economía mundial que reconozcan la gravedad del proteccionismo. Tampoco de adictos a la tolerancia. El mundo ha generado seres de consumo. Estamos inmersos en una lógica que nos prepara para consumir en todos los ámbitos: los medios de comunicación, las redes sociales, las adictivas series que ofrecen los servicios de streaming. Se consumen lo mismo los encuentros sexuales que las relaciones amorosas; las experiencias extremas que los productos de úsese y tírese. Hay una cultura de consumo electoral, y por eso la democracia está lejos de manifestarse abiertamente racional. Así lo comprueba el grueso de inconformes que se manifestaron contra Enrique Peña Nieto durante los saqueos por el “gasolinazo”, aunque muchos de ellos habían votado por él unos años antes. El voto es poder de compra, no capacidad de elección.
Es evidente la crisis del sistema electoral, que a su vez sólo constituye una manifestación de la lógica mundial contemporánea desprovista de solidez teórica y argumentativa. La carencia de un discurso capaz de asir la condición humana en sus más amplias manifestaciones y que haga frente a la existencia de lo irracional es apremiante, incluso cuando se reconoce de la existencia del inconsciente desde hace más de cien años. Es preciso aceptarnos en nuestra miseria, ignorancia y prejuicios, en el egoísmo que caracteriza a todo ser humano; en lo irracional. Discernir la desesperación que causan la pobreza y el olvido, la represión y el desgaste de la vida posmoderna.
La crisis del sistema democrático es la crisis de sus valores. Su funcionamiento se apega a la realidad, con todo y que ésta nos sea angustiante e ininteligible: habla de lo que no se posee, de la indignación que se manifiesta mediante los pocos canales con que cuenta. Habla del relegación y de las prácticas de una cultura orientada por poseer, no por vivir. Las respuestas no son unívocas, pero es evidente que la crisis llama a cuestionar lo poco que sabemos o creemos saber, y con ello, a plantear las preguntas posibles que permitan re-conocer y re-vivir al ser en todas sus dimensiones. El poder está en sus prácticas más que en su teorización. Por esa razón , no demanda un trabajo de tolerancia o de discursos vacíos de contenido y alejados del fondo. Lo que podemos hacer —del vocablo poder— es aceptar, aunque incomode, lo irracional.
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