Participación del senador Enrique Burgos en le ceremonia conmemorativa del 100 aniversario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Ciudadano presidente:

Honorable asamblea:

En el crepúsculo de 1916, la ciudad de Querétaro, entonces declarada capital de la república, entre asombrada y expectante, recibía a un puñado de mexicanos que provenían de todos los confines del país, no eran combatientes, eran hombres de paz, dispuestos, paradójicamente, a librar una batalla con el pensamiento y la palabra libre. Pluralidad de voces de un pueblo fatigado de tanto “abrazo mortal”. Sí, eran pueblo y se sentían pueblo. Buscaban dar cauce a los reclamos y expresiones de la gran Revolución Social.

Lo que resultaría de aquella asamblea plural era imprevisible, pero todos, radicales, moderados y “equilibristas”, coincidían en poner fin a la lucha armada y cincelar un horizonte de largo aliento para la nación.

Durante meses, aquella asamblea fue un incendio de pasiones, debates y serenas reflexiones que se resolvía en un documento, el más avanzado de su tiempo. Síntesis de la historia patria, de sus aspiraciones diversas, de lo viejo y de lo nuevo.

Al rendir homenaje a la Constitución de 1917 y a nuestros padres constituyentes, precisamente en el centenario de su promulgación, no estamos recordando a un héroe, ni una gesta individual, sino un acontecimiento de creación colectiva, el más significativo en la vida de una comunidad que es el darse a sí misma una Constitución.

Ninguna Constitución como la de 1917 recoge la realidad mexicana tan puntualmente, ninguna modela mejor las aspiraciones populares.

La Carta de Querétaro es, por ello, original. La originalidad no proviene entonces solo de la incorporación y reconocimiento de derechos individuales y sociales. Proviene de la audaz y exigente fidelidad con que refleja el sentir de la nación.

Nuestra Constitución asumió a plenitud las decisiones políticas fundamentales: soberanía; división de Poderes; sistema y forma de gobierno; reconoció derechos individuales y sociales. Pero, sin duda, uno de sus aciertos fue haber previsto su propia reformabilidad, ello significó oportunidad para advertir y conducir las transformaciones al impulso de la sociedad.

En su centenaria travesía incorporó, entre otros, el reconocimiento pleno a los derechos humanos como pilar de todo nuestro andamiaje jurídico.

En el centenario y complejo trayecto de nuestra Constitución también quedan los testimonios de nuestra pluralidad ideológica, étnica, lingüística.

Quedaron también las cicatrices profundas de la ocupación de tierras mexicanas por tropas extranjeras, hechos ominosos que nunca más volverán a ocurrir.

Y ya bien entrado nuestro siglo XXI, el inevitable fenómeno de la globalización que deja constancia de la caída de regímenes aparentemente invencibles y con ello la recomposición de una nueva geografía política mundial. Pero al propio tiempo, el asomo amenazante del exterior, nacionalismos dogmáticos, definiciones étnicas excluyentes, embestida a nuestros compatriotas. Más claramente: la adversidad que muestra el gobierno de Estados Unidos, al que nunca se le ha regateado, como lo expresó el presidente de la república, respeto, diálogo franco, posición de entendimientos, con apertura, pero también con dignidad.

Vale expresar, con toda puntualidad, nuestro aprecio pleno y reconocimiento cabal, al gran pueblo norteamericano, al que le reiteramos nuestra admiración, porque en esencia, es el pueblo que contempló Alexis de Tocqueville, porque compartimos principios e ideales:

Allá Adams o Jefferson; aquí Morelos o Carranza.

Allá Abraham Lincoln; aquí Benito Juárez.

Allá Hemingway; aquí Octavio Paz.

Allá Abigail Scott; aquí Sor Juana.

En el actual diferendo tenemos que poner acento y énfasis en el marco constitucional: El Poder Constituyente permanente en 1988 precisó los principios de nuestra política exterior: la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de las controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales.

Esa fue la definición y el mandamiento constitucional que se traduce o debe traducirse como política de Estado. Es ello, precisamente, lo que ha concitado un sentimiento claro de unidad nacional y un respaldo al jefe del Estado mexicano.

La sociedad mexicana sabe sopesar las circunstancias de unidad indispensable.

Sin dogmatismos ni ortodoxias, sin espejismos, sin ingenuidades, con respeto pleno a la diversidad, con tolerancia, pero con estricto apego a la ley y al sentir popular, veamos el actual escenario mexicano como un reto formidable, pero también como la oportunidad para construir una unidad nacional de hondo calado, perdurable, reconociendo que subsisten desigualdades y contrastes, pobreza y desempleo, requerimientos para brindar oportunidades a los jóvenes. Sabedores de que lo que hoy declara en riesgo a los Estados-Nación es su incompetencia para vivir en democracia y en libertad, sus insuficiencias para responder a las legítimas aspiraciones de sus habitantes.

No temamos al futuro, siempre iremos más allá de nuestra rutina, de conformismos, despojados de todo interés que nos paralice. Ninguna circunstancia nos doblegará si cada entidad federativa asume su responsabilidad como instancia vigilante del bienestar de los suyos y del conjunto de la nación; si cada uno de los Poderes asume en toda su capacidad las tareas que la Constitución les asigna; si cada mujer y hombre mexicanos aportamos nuestra creatividad y nuestros mejores empeños. En fin, si somos capaces de apuntalar la unidad en torno a un Estado mexicano fuerte y emprendedor, no me refiero sólo al gobierno sino al conjunto de elementos integradores del Estado contemporáneo.

La Constitución que hoy conmemoramos fue, en esencia, un gran acuerdo, sin duda, el más importante de nuestra historia. En este Senado republicano seamos capaces de diseñar y construir el entendimiento y el acuerdo para, en lo fundamental, cimentar un gran acuerdo por la unidad nacional, ese será el mejor homenaje a nuestra centenaria Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

¿Cómo aprender de nuestro devenir en el tiempo? ¿Cómo oponerse al torrente de la historia? No hay razón alguna para desprendernos de nuestros orígenes. Nuestra historia no puede desandar los valores políticos alcanzados ni alejarse de las profundas raíces que nos identifican.

Nuestra Constitución no ha envejecido, sus principios perviven aunque las formas de asegurar su cumplimiento cambien. Es la nuestra una Constitución viva y dinámica.

Es la síntesis de las reivindicaciones que demandó la Revolución Social, la Revolución Constitucionalista y el Ejército Constitucionalista del que hoy son dignas herederas nuestras fuerzas armadas.

En este febrero de 2017, como lo hicieron hace cien años nuestros forjadores constituyentes, allá en el Teatro de la República, hoy también sede senatorial, hacemos de esta nuestra asamblea, una asamblea de la memoria, del compromiso y de la esperanza.

9 de febrero de 2017

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