Últimos testigos, de Svetlana Alexiévich
Norma Salazar
Experiencia aflictiva, miseria extrema, etnocidio de millones de seres marginados los sobrevivientes de aquellos campos de batalla que resistieron al hambre, tortura; otros en calidad de prisioneros, desaparecidos, niños inocentes, madres que quedaron desiertas, ancianos indefensos, miles de personas lisiadas por causas de la ofensiva y el resultado de una psicosis a causa de la guerra que trastoca una grave y profunda reflexión como lo hace ver Svetlana Alexiévich. Ella nos ofrece un retrato crudo de la antigua Unión Soviética y los desenlaces que dejaron impregnados a la población infantil. Puede llevarnos a través de la literatura al más insondable momento de reivindicación atendiendo a la memoria de los subyugados la otra realidad que adecúa a desenmascarar una impostura y el latrocinio de la Segunda Guerra Mundial que dejó en el siglo pasado casi trece millones de niños muertos sólo en Bielorrusia y veintisiete mil huérfanos.
Escribe nuestra periodista y escritora bielorrusa al comienzo de su más reciente libro Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial una cita cruda a manera de prefacio de la autora Svetlana Alexiévich, revista mensual Druzhba naródov, 1985, número 5: “Entre 1941 y 1945, durante la Gran Guerra Patria, murieron millones de niños soviéticos: rusos, bielorrusos, ucranianos, judíos, tártaros, letones, gitanos, kazajos, uzbekos, armenios, tayikos…”.
Se puede enmendar la mirada y el ojo que observa a los otros a esos huérfanos-testigos, no creo, lo llevan como un caleidoscopio se va reconstruyendo lentamente y otros no por ese pasado lacerante que casi nula su posibilidad de sobrevivir en todo momento alertas al insomne porque ni un solo segundo se debe abandonar, el subconsciente nunca deja de estar consciente.
“Le daba miedo mirar atrás…”. Zhenia Bélenkaia, seis años. Actualmente es operaria. “Mi hermana pequeña se despertó, mi hermanito Vasia también. Ella me vio llorar y gritó: ‘¡Papá!’. Salimos afuera corriendo:/ ‘¡Papá!’. Nuestro padre, al vernos (lo recuerdo como si fuera ayer), se llevó las manos a la cabeza y empezó a andar, a correr. Le daba miedo mirar atrás”.
¿Qué respuesta dar para aquellos niños? es simple cuando se hallan ante el espejo, ellos localizan el rostro histórico y observan el interior de su ser.
Mijail Bajtin escribió en Yo también soy (Fragmento sobre el otro) “…al verme al espejo no estoy solo. Estoy siendo poseído por un alma ajena que a veces llega a cobrar un espesor hasta llegar a cierta autonomía: el disgusto y un determinado rencor y desconcierto con nuestro aspecto dan cuerpo a ese otro”. Es necesario la presencia implacable del espejo para podernos contemplar a nosotros mismos, de esa manera comprobar nuestra existencia, ya que si existe es gracias a la mirada del otro a lo que en sus ojos encuentra de mí mismo, es decir, yo me veo a mí mismo en los ojos del mundo.
“Un puñado de sal… todo lo queda de nuestra casa…”. Misha Maiórov, cinco años. Actualmente es doctor en Ciencias Agrícolas: “…Me arropan con algo y nos escondemos en el pantano. Un día y una noche enteros. La noche es fría. Me asustan los terroríficos gritos de unos pájaros que no conozco. Tengo la sensación de que la luz de la luna es muy, muy intensa. ¡Y si nos ven? ¿Y si los perros alemanes nos huelen? A veces el viento nos acerca sus ladridos roncos. ¡Por la mañana vamos a casa! ¡Quiero irme a casa! ¡Todos queremos volver a casa, al calor! Pero nuestra casa ya no está, sólo quedan unas brasas humeantes. Un pedazo de suelo quemado… Como después de una gran hoguera… Entre las cenizas encontramos el terrón de sal que siempre estaba sobre la repisa de la estufa. Recogemos con cuidado la sal, arcilla mezclada con sal, y la ponemos en un jarrón. Es todo lo que quedó de nuestra casa”.
No es un libro placentero por la recolección de aquellos recuerdos bélicos en cada infante, hay huellas dolientes que asumieron.
“Pedíamos: ‘¿la podemos lamer?’…”. Vera Tashkina, diez años. Actualmente es operaria: “Mi hermano se comió una esquina de la estufa. Iba mordiendo poco a poco; cuando nos dimos cuenta, ya había un pequeño hoyo. Mamá llevaba las últimas prendas de ropa al mercado y las cambiaba por patatas, por maíz. Esos días mi madre hacía polenta, la repartía entre todos. Nosotros nos quedábamos mirando la cazuela, pedíamos: ‘¿La podemos lamer?’. Lamíamos por turnos. Después de nosotros, lamía la gata, también estaba hambrienta. No sé lo que quedaba en la cazuela después de nosotros. No dejábamos ni una sola gota. Ni siquiera quedaba olor a comida. Hasta el olor lo habíamos lamido”.
“Todos queríamos besar la palabra ‘Victoria’…”. Ania Korzun, dos años. Actualmente es zootécnico.
La periodista Bielorrusia Alexiévich en su libro Los últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial transforma una obra literaria antibélica con escritura devastadora e indescifrable de la congoja.



