EDITORIAL

Con Donald Trump no hay protocolo ni códigos que valgan. Es un pirómano dedicado a incendiar cualquier intento de acuerdo o cooperación. Al multimillonario le gustan los muros y le desagradan los puentes.

Directora de la revista Siempre!Mientras el secretario de Estado Rex Tillerson y el de Seguridad Nacional John Kelley aparecían —al menos en las pantallas de la televisión— como dos funcionarios cuerdos y respetuosos, interesados en mejorar la relación con México, su jefe se encargaba de decir en Washington que le daba lo mismo tener o no una buena relación con nuestro país.

Sus palabras, para variar, son dignas de Guinness: “Vamos a tener una buena relación con México, eso espero. Y si no, pues no.”

Y al mismo tiempo que Kelly se comprometía en la cancillería mexicana, ante los medios de comunicación nacionales y extranjeros, a no utilizar el Ejército para hacer deportaciones, Trump declaraba, a la misma hora, que esas deportaciones sí forman parte de una “operación militar”, dando a entender que nada detendrá la cacería y la persecución de inmigrantes.

“Estamos sacando del país a unos tipos verdaderamente malos para el país y a una velocidad que nadie había visto antes”, dijo el multimillonario a un grupo de empresarios, saliéndose del guión.

Trump dejó así, sin credibilidad, una vez más y como ya es costumbre, a sus secretarios de Estado y de Seguridad Nacional.

Tal vez por esa declaración, la Presidencia de la República decidió abstenerse de hacer público el breve encuentro que tuvo Peña Nieto —de menos de una hora de duración— con Tillerson y Kelly.

Después de ese bombardeo contra sus propios funcionarios, es difícil creer que Trump dice lo que dice y hace lo que hace sin perversidad y sin un objetivo claro.

Al actual presidente de Estados Unidos de América no le interesa llegar a ningún acuerdo justo con México. Busca golpear, someter y aplastar. Se confirma, entonces, que la relación entre ambos países no solo pasa por un momento complejo, sino de alta peligrosidad.

La forma cuidadosa y el lenguaje mesurado que Tillerson y Kelly utilizaron durante la conferencia de prensa en la cancillería mexicana nos hizo respirar y pensar, por momentos, que el presidente de Estados Unidos era otro, y no Donald Trump.

Era evidente que la postura de ambos no se parecía a la visión simplista y autoritaria que tiene el “hombre de la peluca naranja” sobre los temas y problemas que marcan la relación bilateral.

Después de esta sui géneris visita, el gobierno mexicano tendrá que tomar decisiones estratégicas. Lo único seguro en este momento es que la relación entre Estados Unidos y México cuelga de frágiles alambres carentes de confiabilidad.

Es común escuchar en estos días que Obama —un demócrata, un hombre de color, víctima, al igual que todos los de su raza, de discriminación— deportó más indocumentados que cualquier otro presidente en la historia de su país. Incluso, más que cualquier republicano y mucho más que un intolerante y mesiánico como George W. Bush.

De acuerdo con el Departamento de Seguridad de Estados Unidos, de 2009 —año en que Obama llegó a la Casa Blanca— a 2016, la policía migratoria se encargó de regresar a sus respectivos países a cerca de tres millones de ilegales.

La cifra, sin embargo, no dice lo más importante: que entre las deportaciones que hizo Obama y las redadas que está llevando a cabo Trump hay una diferencia que pasa subrayadamente por la ilegalidad y la violación de los derechos humanos.

La política migratoria de Trump fue concebida con métodos genocidas de “limpieza racial”. La persecución e irrupción en casas de inmigrantes ilegales así como la propaganda desplegada tienen como finalidad provocar miedo entre los migrantes y sembrar odio en los anglosajones.

Estamos ante la aparición de una dictadura que puede hacer recordar al mundo las noches más oscuras de la Segunda Guerra Mundial.

México está por convertirse en su primera, y más cercana, víctima. Tiene por ello la obligación moral de hacer ante las más altas instancias internacionales una denuncia y la más severa advertencia.

De otra manera, volverá a cobrar vigencia el poema de Martin Niemöller:

Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.

Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.

Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.

Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.

Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada.

Beatriz Pagés
@PagesBeatriz