Jorge Alberto Manrique

Miguel Ángel Muñoz

En cuanto a las omisiones o errores involuntariamente que haya podido cometer, la Pintura me los perdonará, como a un hombre que, a falta de extensos conocimientos, tiene el amor a la Pintura hasta en los nervios.

Charles Baudelaire, 1859

Una de las grandes lecciones que le aprendí a Jorge Alberto Manrique (Ciudad de México, 1936-2016), fue entender que nunca hay que definir el arte en corrientes, vanguardias o tendencias estéticas. Pues desde ahí el crítico, poeta o historiador de arte se erige como comparsa de lo que propone, hay que analizar detenidamente, el papel que juegan hoy los marchantes de arte más poderosos, las revistas especializadas que siguen los pasos de éstos y los museos que apoyan sus intereses más banales. Los conceptos, el arte y uno mismo cambia, evoluciona. “Nuestro hombre —decía Manrique sobre el papel del crítico— goza alternativa o simultáneamente del amor y del odio —o aun del desprecio— del artista. Le es en cierta forma necesario, lo lee con fruición, pero no pocas veces tiene hacia él una actitud de recelo o aun de resentimiento”.

Sin embargo, no hay que negarnos el derecho a informar a un público más amplio que el “especialista” ni a emitir una opinión personal: cuanto más haya, más puede criticarse y calibrarse la imposición salvaje de las modas y minimovimientos que aparecen y desaparecen en segundos. En este sentido, lo que tiene de interesante cualquier momento artístico no es tener que seguir fielmente y como se creyó en los años ochenta o noventa lo más reciente, ni mucho menos, como creen los posmodernos en su versión más superficial, relativizar completamente el gusto sino la capacidad de releer críticamente lo que fue el arte moderno del siglo XX. De ahí que mis modelos de crítica sean, más que los franceses, sajones y estadounidenses, entre ellos cuatro figuras fundamentales: Robert Hughes, Meyer Schapiro, Clement Greenberg, Arthur C. Danto y Rosalind E. Krauss, que han adquirido a lo largo de los años la categoría de dioses insuperables, de maestros indiscutibles. Y en México, sin duda, Manrique, quien fue, hasta hace unas semanas, un testigo de excepción no sólo del arte mexicano colonial, muralista y contemporáneo, sino una de las voces críticas más importantes de la academia. Maestro excepcional, formador de diversas generaciones de historiadores del arte, como asesor de tesis y catedrático en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue también director y fundador del Museo Nacional de Arte y director del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México.

Manrique ha sido uno de los historiadores y críticos de arte más brillantes y respetados de México. Su obra escrita, directa, erudita, directa y ajea a afectaciones de estilo y condescendencias publicistas, fue recogida en cinco volúmenes bajo el título de Una visión del arte y de la historia, editados por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, donde se recoge casi toda su producción como investigador. Una obra maestra de la historiografía, legible, donde recupera desde la experiencia personal —una vida en su tiempo— la historia del arte colonial y moderno condicionada por unas determinaciones no elegidas. La historia es lo que acontece visto desde fuera, las memorias cuentan lo que acaece visto desde dentro, sugiere Agnes Heller en una proposición que Manrique hace suya. Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia, de la Academia de las Artes y de la Academia Mexicana de Ciencias. Su obra recibió el reconocimiento internacional al recibir la distinción de Commendatore dell’Ordine al Mérito della República Italiana, en 1981, y, el Premio Crítica Latinoamericana que le otorgó la Asociación Internacional de Crítica de Arte con sede en Argentina, en 1992. México. La UNAM lo distinguió en el Premio Universidad de México y la distinción de Investigador Emérito del Instituto de Investigaciones Estéticas, en 2000. Conviene subrayar como dato curioso que entre los críticos de su generación algunos de los más destacados son poetas. Pero el caso de Manrique es singular y apreciado por sus contemporáneos con extraña unanimidad por su sutileza inquisitiva: la valoración del arte colonial, la contraria historia de los muralistas, el Barroco mexicano, la grandeza en México de Rufino Tamayo, la generación de “Ruptura”, de la creación a los artistas, de las visiones y versiones de los historiadores a la versión contemporánea de la historia, hasta las cuestiones del papel de la crítica de arte son algunos de los mejores ejemplos del hacer del historiador y crítico de su inusual voracidad intelectual. Las ideas, es cierto, nacen de las ideas, pero se realizan en el tiempo, en encrucijadas siempre versátiles, y esa fue una de las grandes lecciones de Manrique. Lo recuerdo —una divagación personal— inmenso, barbado siempre, con un inquietante gesto profético cuando se irritaba —y no era a menudo—, prisionero tal vez de ser un conversador congénito que convertía en cercanía su cordialidad natural. Un maestro generoso, amoroso y siempre sonriente con los que fuimos sus alumnos en maestría y doctorado, y también, muy paciente en nuestras divagaciones. Lo recuerdo en la división de posgrado de la UNAM: erguido, de andar resuelto, afectuosamente apoyado por mi amiga Gloria Hernández, escudriñándolo todo tras esas gafas de despistado que apenas disimulan su avidez informativa…, sobre una media sonrisa irónica que un rictus acaso instintivo hacía burlona.

Evoco las discusiones en las clases de posgrado donde debatíamos sobre la crítica de arte como especialidad autónoma en el relato artístico, que nació como cualquier otra especialidad surgida de la modernidad, como consecuencia temprana de la división capitalista del trabajo intelectual, y se ha justificado, a mi modo de ver a la contra, en paralelo con la progresiva emancipación de los lenguajes creativos, con su distanciamiento de una trama histórica estratificada en estilos y momentos formales. El crítico ha sido el defensor a ultranza de la forma contra la norma, y en ciertos momentos, a la inversa, de la legendaria perspicacia moderna del Diderot de los salones al radicalismo poético y crítico de Baudelaire, Válery o Apollinaire en plena vanguardia visual.

Parece que el historiador y el crítico de arte —me gustaría incluir a los poetas que ejercen y han ejercido la crítica de forma brillante como Octavio Paz, José Hierro, José Ángel Valente, John Berger, Luis Cardoza y Aragón o Claude Esteban—, se sitúan en dos polos antagónicos —ideas que Manrique le gustaba debatir—, cuando de hecho la escritura del arte demuestra la dosis de voluntad adivinatoria y el conjunto de saberes inéditos, necesarios para adentrarse en la esfera artística que privilegia la inmersión sensible, frente a la interpretación narrativa lineal. En sus orígenes, la historia del arte era poco más que la de los artistas —Vasari es el ejemplo— vinculados por parentelas del oficio, taller y patronazgo. Winckelman subrayó la excelencia individual de las obras de arte con relación a los ideales de perfección del arte griego, que en alguna medida debían imitar. La historiografía romántica sintetizó un proceso lineal de progresiva complejidad formal y modelo cíclico —inicio, madurez y declive—, que hacen de los estilos sucesivos variables temporales del arte, y que tiempo después llevó al crítico norteamericano Greenberg a negar que el interés de la “crítica reside en el método y no en el contenido de los juicios”.

Descansa en paz Jorge Alberto Manrique, mi amigo y mi maestro. Lograste muchas aportaciones, y créelo, me dejas infinidad de lecciones. Estás en mi memoria, y mucho de este estar en la historia del arte te lo debo a ti. Te voy a extrañar siempre. Gracias por todo Manrique.

miguelamunozpalos@prodigy.net.mx

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