Boris Berenzon Gorn

“El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma.” Epicuro de Samos

A Gloria Left por el inicio de una ilusión. Con gratitud.

Siempre somos el otro o, mejor dicho, lo otro. Esa alteridad que “espejea”, no es clara, no posee límites, nos confunde entre lo que somos y lo que deseamos ser, es una vanilocuencia del yo.

En ese camino de la experiencia del ser, cada sujeto recorre su existencia entre nociones de temporalidad: el pasado y el futuro, dos polos con su propia fuerza de gravedad: memoria y posibilidad. En medio, a manera de punto de tensión, está el presente como espacio en donde se mueve impulsivo el universo de la contingencia, resonancias del recuerdo y el olvido, el accidente y lo inesperado como evento y como escenario.

En el seno de la civilización occidental, los ideales de la cultura griega y los valores del judeocristianismo, constituyen un baluarte para comprender los cimientos de nuestra sociedad actual. El hedonismo, doctrina filosófica de Epicuro de Samos (341 y 270 a. C), concibió que el placer es el fin supremo de nuestra vida y que entonces la existencia debe estar sujeta a la búsqueda del placer y a la supresión del dolor. El epicureísmo tuvo un resurgimiento durante los siglos XVIII y XIX, presente en la obra de filósofos como Jeremy Bentham, James Mill y John Stuart Mill, quienes apostaron por una doctrina universal conocida como utilitarismo, para la que el comportamiento humano debe tener como criterio final el bien social. Cada una de nuestras acciones se deben guiar por principios morales que favorezcan el bienestar de las mayorías. Entre algunas de sus ideas estaban:

1.- Que todos podemos experimentar placer, 2.-  El placer existe, no es bueno ni malo, 2.- La maldad o la bondad del placer está en cómo se busca y hasta dónde llega, 3.- Los extremos son inconvenientes, pues el exceso de placer se convierte en vicio.

En ese sentido, desde Epicuro a los utilitaristas ingleses, la ética hedonista distingue y une la felicidad del placer; la primera es la satisfacción sensible y la segunda es la autorrealización del proyecto vital, asociación alejada como aparece escrito en la carta a Epicuro a Meneceo: “Cuando decimos que el placer es el bien supremo de la vida, no entendemos los placeres de los disolutos y los placeres sensuales, como creen algunos que desconocen o no aceptan o interpretan mal nuestra doctrina, sino el no tener dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.” Por su parte, aunque el mito griego de Narciso posee una clara definición sobre el amor a la imagen de sí mismo, debemos a Freud la figura del narcicismo como uno de los rasgos normales de la personalidad que llevado al extremo constituye una patología cuando el paciente, que sobreestima sus capacidades o habilidades, tiene necesidad de reconocimiento, de admiración y afirmación insaciables. Traducido en vanidad y egoísmo imposibilita cualquier capacidad para ser feliz, se deja de mirar a los otros. ¿Cuáles son los sueños de nuestra civilización?

Aquí es en donde continuaremos con la reflexión, pero centrada en el sujeto del placer, entre el hedonismo y egoísmo, como los cimientos de una sociedad narcisista, cuya ideología dominante está marcada por el consumo, el derroche, la competencia, la exclusión y el sobresalto virtual que desplaza la vivencia por una multiplicidad de experiencias difíciles de reconocer por la celeridad con que se generan y la volatilidad que precipita su finitud. El orden está impuesto por la dictadura de lo inmediato.

El cobijo que la tecnologización ha signado a nuestra noción de hiperrealidad ha redefinido nuestros procesos neurofisiológicos de percepción, conocimiento e interpretación de la misma. El mundo se vuelca sobre nosotros a través de las pantallas de computadoras y teléfonos. La producción inconmensurable de contenidos abruma el proceso de asimilación de información. No hay selección de contenidos pues éstos nos caen a manera de cascada. Tal vez como se ha dicho, nunca la humanidad tuvo tal disposición o acceso a múltiples fuentes de conocimiento, pero también puede ser verdad que nunca como ahora conocemos las cosas de manera tan superficial. Todos los géneros se muestran escenificados ante la mirada impasible de quienes contemplan cómo ocurre el mundo en el teatro de la representación social, cuyo ánimo está definido por la melancolía, el aburrimiento, el tedio, competitividad prepotente, y un profundo estrés generado por los miedos y las ansiedades de la mediocridad, la envidia y la frustración. Buscamos sensaciones para dejar de sentir.

Esa frivolización no es ocurrente, ni creo que encuentre explicación en las teorías conspirativas; es un triste accidente, la paradoja de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación. Así es como asistimos a la civilización del espectáculo, en donde los sucesos del ancho mundo global, que no vivimos sino a través de sus representaciones virtuales, entran por nuestra retina, como un holograma que se desvanece frente a la impronta del olvido. Para el espectador ansioso, todo está por venir. Es posible que estemos cerca del día en el que, como lo señala el filósofo de Oxford Nick Bostrom, nuestra civilización construya simuladores como una alternativa al mundo real.

La teoría de las generaciones se ha quedado desprovista de herramientas antropológicas y sociológicas para comprender los procesos de diferenciación entre grupos que conviven desde su contemporaneidad: su idea del mundo, su discurso en torno a ello, sus motivaciones, sus sueños. Salvo las nuevas generaciones, como los llamados “Millennials”, definidos por Enrique Krauze como “ubicuos, originales, impetuosos e inconfundibles”, hay un mundo de personas a las que el destino las alcanzó, las volvió parte de las cifras de la ignorancia cibernética, del analfabetismo funcional, gente tipificada en los índices de la marginación de una sociedad envanecida por su progreso material y su desarrollo tecnológico. De ese grado es nuestra ceguera progresista.

¿Tendrían los jóvenes la obligación de continuar un proyecto de país o de mundo que ellos no eligieron y con el cual muchos se encuentran a disgusto? Pero, ¿Qué nos está ocurriendo como sujetos? El hombre, como categoría cartesiana, fue el máximo proyecto antropológico de la modernidad, políticamente consumado en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que aún con la penosa exclusión de la esclavitud y los derechos de las mujeres, bajo influencia del derecho natural, representó por primera vez la conquista de derechos individuales y colectivos con reconocimiento universal.

¿En dónde estamos situados como colectividad? No importa el otro sino mi propia noción de experiencia. ¿Para qué soportar el peso de los otros, si uno siempre puede estar por encima de los demás?, o como lo resumiera la escuela socrática cirenaica (siglos IV y III a. C.): “Primero mis dientes, luego mis parientes”, que llevado al extremo pareciera ser nuestra noción de bien común, disipado en el individualismo más vulgar, cuyo comportamiento se rige bajo la lógica del capital y de la mercadotecnia como la filosofía de nuestro tiempo.

 ¿Cuál es nuestra noción de espacio de experiencia? Es común escuchar la distancia o el divorcio con lo real. Buscamos experiencias que nos alejen de la realidad, que nos hagan olvidar a dónde pertenecemos, que nos enajenen de lo que somos para aproximarnos al sueño virtual de lo que podríamos ser. ¿Qué noción de cultura prevalece entre la comunidad humana? Los valores sociales, las epistemologías, el diálogo interdisciplinario, se encuentran en proceso de transformación para dar respuesta a cada una de las preguntas aquí planteadas.

Desde 1930, la encuesta Gallup realiza sondeos aleatorios utilizando medios masivos de comunicación para representar de manera parcial la opinión pública sobre temas como: Gente que es más admirada, Gente por la que votaría, Preferencia por parte de los hombres: bonitas o de buena salud, Creencia sobre la posibilidad de que cierto partido político cause la Tercera Guerra Mundial, Opinión popular sobre ciertas instituciones y Conocimiento general. Destaca su ya famoso Índice de Emociones Positivas. Los resultados de Gallup generalmente varían del Informe Mundial de la Felicidad de las Naciones Unidas, cuyas preguntas están centradas en el bienestar general de las personas y no en emociones positivas, que reflejan un estado de ánimo. Así, por ejemplo, en 2015, en el marco del Día Internacional de la Felicidad, la encuestadora publicó un listado con los 10 países más felices y los más tristes del mundo.

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Por primera vez en 10 años de existencia, la encuesta aplicada en 143 países, con preguntas: “¿Te sientes bien descansado?, ¿Fuiste tratado con respeto ayer?, ¿Sonreíste o reíste mucho ayer?, ¿Aprendiste o hiciste algo interesante ayer?, ¿Experimentaste esos sentimientos ayer?, ¿Disfrutaste el día?”, el resultado puso a la cabeza a Paraguay, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Panamá, Venezuela, Costa Rica, El Salvador y Nicaragua. Los países más tristes fueron Sudán, Túnez, Bangladesh, Serbia, Turquía, Bosnia Herzegovina, Georgia, Lituania, Nepal y Afganistán.

Hace unos años, en una entrevista con Andres Oppenheimmer, el psicólogo israelí-estadounidense de la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía, Daniel Kahneman dijo que los latinoamericanos “somos más emocionales, no necesariamente más felices”. El autor del bestseller Pensar, rápido y lento señaló que “los latinoamericanos probablemente expresan más sus emociones que otras culturas, y esto es tan cierto para las buenas emociones como para las no tan buenas”. Y añadió: “cuando observas la manera en que los latinoamericanos responden a las preguntas acerca de lo infelices que son, a veces encuentras que son más infelices que los demás. De manera que ellos son al mismo tiempo más felices que otras personas, y más infelices.” Para Kahneman “más importante es medir la miseria. Es mucho más importante para una sociedad reducir la miseria de su población”.

La idea de bienestar y más aún la pregunta sobre qué es lo que nos hace felices, nos acercan a una respuesta, el sentimiento angustia y frustración que padece nuestra sociedad, atrapada por la celeridad de sus emociones inspiradas y provocadas por la ficcionalización que el mercado provoca, genera, induce y organiza libidinalmente no en los ciudadanos, ni en las personas sino en los consumidores, enfrentándonos a lo que señaló Freud: “Una civilización que deja un número muy grande de sus participantes insatisfechos y los conduce a la revuelta, no tiene ni merece la perspectiva de una existencia duradera.”

Es curioso, en tiempos de hedonismo, conversamos de todo, de lo otro alejado, de lo extraño, pero dejamos de hablar del hombre. Por eso cabe la pregunta: ¿Somos felices?

La psicología positiva, que ha desplazado a la filosofía y al psicoanálisis terapéutico, detonó una industria de la felicidad: literatura motivacional, tours, cursos, campamentos, coaching, conferencias, en modalidades de entrenamientos, posgrados, alineaciones, terapias y colectivas. Se trata de una de las mayores farsas del conocimiento, que emplea lenguajes pseudocientíficos de física, genética y psicología, y que ofrece respuestas inmediatas para vidas ordinarias o legiones de idiotas que aspiran a un modelo de felicidad estandarizada en tiempos de la lumpenización social.

Es famoso el escándalo de Barbara Fredrickson, profesora de Psicología en la Universidad de Carolina del Norte (EEUU), que en su libro La positividad, una investigación de vanguardia revela la relación de 3 a 1 que cambiará tu vida, decía proporcionar “las herramientas de laboratorio-probado necesarias para crear una vida más sana, más vibrante y floreciente a través de un proceso que llama “la espiral ascendente”, en donde el lector descubrirá “nuevas posibilidades, recuperarse de los reveses, conectarse con otros, y convertirse en la mejor versión de sí mismo”.

Con un poco de sensatez, el sentido común, nos dice que no se es feliz por decreto, sino por esfuerzo. Hay un trabajo que nos lleva a obtener múltiples satisfacciones, materiales e inmateriales, objetivas y subjetivas. La felicidad no es un estado absoluto, es una búsqueda. En esto las filosofías y las religiones más antiguas coinciden. La ciencia por su parte explica físicamente qué es lo que nos satisface, es decir cuáles son las substancias que se generan en nuestro cuerpo, específicamente en el cerebro, cuando decimos que nos sentimos felices.

Nuestra época es nebulosa, vivimos ensordecidos y obnubilados en el ruido de nuestro interior y en el caos de lo otro, lo ajeno, lo distinto en el exterior de un mundo que se derrumba, precipitado de manera neurótica por la animada convulsión de sus propios tiempos, los marcados por las manecillas apocalípticas de la historia no escrita, en donde, como en el poema de Borges, Vanilocuencia: “la vida se adelanta sobre el tiempo, como terror/ que usurpa toda el alma.”

Contemporánea sociedad insaciable: todo es desechable.

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