La óptica de los estadistas

José Elías Romero Apis

No hay mejor indicador que el espejo. Las sociedades tienen el deber de instalar sus instrumentos de medición. En la actual sociedad mexicana son muchos los posibles indicadores. No todos son fieles y no todos son eficaces. Pero cada quien decide por su preferido para, a través de él o ellos, resolver lo que acontece y obtener sus propias ecuaciones y resultantes.

Quienes han logrado encontrar sus indicadores idóneos sabrán, sin margen de error, lo que va a pasar, cuándo va a pasar y cómo va a pasar. Esa es la cualidad esencial de los grandes estadistas, quienes tienen una triada de ópticas. La vista, para ver lo que pasa; la visión, para ver lo que va a pasar; y la videncia, para ver lo que los demás no podemos ver y que conocemos con el simple y enigmático nombre de destino.

Por ejemplo, si algún indicador reflejó hace cinco décadas las condiciones de la realidad nacional, ese fue la Universidad Nacional Autónoma de México. Creo que lo sigue siendo. Ni las tendencias de la bolsa, ni los discursos políticos, ni el análisis de los observadores reflejan con tanta fidelidad el presente y el futuro de la nación como la observación detenida de lo que acontece en la máxima casa de estudios.

La UNAM posee esos atributos. Recordemos el pasado. El conflicto del 68 fue un sustancial conflicto de generaciones que en esa década se gestó en todo el orbe. No fue un conflicto de autoridad como, equivocada y trágicamente, lo conceptualizó Díaz Ordaz y su gobierno ni, tampoco, un conflicto de ideologías como, mal intencionadamente, quisieron presentarlo algunos.

Fue un diferendo entre los jóvenes y los viejos. Entre los jóvenes de cualquier clase económica y de cualquier signo ideológico contra los viejos ricos o pobres, socialistas o fascistas. Por no conocer la UNAM el entonces presidente equivocó el rumbo. No discuto si tuvo buenas o malas intenciones, simplemente afirmo que se equivocó.

Los gobiernos posteriores rectificaron, comenzando por el de Luis Echeverría. Entendieron la necesidad de reconciliar a las nuevas generaciones de mexicanos y lo propiciaron. Los mexicanos pudimos volver a entendernos y, no obstante nuestros múltiples problemas y diferencias, hubo concordia entre nosotros.

Hoy, ya no hablando de la vida universitaria sino de la nacional, pareciera que ya no están en juego solamente los temas de política. Desde luego, que tampoco está en juego un debate entre “comunistas” y “neoliberales”. Los asuntos de la pobreza y los asuntos de la justicia pudieran ser algunas de las cargas de profundidad que se han alojado en el basamento nacional. La tenencia del poder no es el conflicto. Es tan solo el indicador. Lo que no reflejan las elecciones, lo que no revela la bolsa, lo que no trasluce la estadística y lo que no devela el discurso podría apreciarse con el ejercicio de observar, a fondo, a detalle, a profundidad y a diario lo que acontece o deja de suceder en nuestros indicadores preferidos.

Ha llegado el último momento para proseguir o para rectificar. Después de este, ya no habrá cambio de remedio. Los gobernantes están obligados a saber cuándo han llegado a esa línea divisoria entre el éxito y el fracaso, para ellos, y para sus pueblos, entre el éxtasis y el desastre.

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