Analgésico para el dolor social

Humberto Musacchio

La huelga de los árbitros de la primera división del fútbol mexicano es asunto de todos, pues tiene implicaciones que rebasan con mucho lo deportivo y muestran, más allá de lo meramente incidental, la importancia que tiene en la vida social eso que Nikito Nipongo llamaba la patabola.

Alguien dijo que el fútbol no es un juego, y en efecto, el fútbol profesional no lo es. Hay muchos millones invertidos en la formación y en la compra de jugadores, en la construcción y administración de estadios y otros espacios, en los sueldos de directivos, técnicos, jugadores y personal auxiliar; en los desplazamientos del equipo y en la publicidad de los encuentros, entre otros aspectos. El fútbol es, en suma, una actividad de riesgo, como todo negocio, pues no siempre se recupera lo que se gasta.

A cambio, los dueños o administradores cobran las entradas a los estadios, los derechos de televisión, la publicidad en los escenarios y en los uniformes y cobran también por la venta o préstamo de jugadores. Igualmente, los dueños y administradores reciben ingresos cuantiosos de empresas, instituciones y, sobre todo, de gobiernos interesados en contar con un equipo propio, pues de ese modo se ofrece el circo sin pan que divierte a las masas, desalienta rebeldías y da margen de maniobra a las autoridades.

Aunque la violencia de las hinchadas amenaza siempre la convivencia y se ha dado el caso de que un encuentro desate guerras entre naciones, lo cierto es que el fútbol, en buena hora, ha venido a sustituir los ejércitos y “la guerra” se reduce a un enfrentamiento en calzoncillos, al combate cuerpo a cuerpo por el control de una pelota. Por supuesto, en la cancha hay guerreros, pero si juegan en su localidad están rodeados de gente que en el triunfo de los suyos halla desahogo a las frustraciones y gratificación a los esfuerzos que exige la vida diaria. Estadísticas italianas muestran que la victoria del equipo local eleva la productividad, reduce el ausentismo y mejora las relaciones obrero-patronales.

Se dice también que el triunfo del equipo favorito propicia la armonía hogareña, en tanto que la derrota suele desatar la violencia intrafamiliar. Hay quien afirma que la victoria incluso mejora las relaciones sexuales de la pareja y el trato entre padres e hijos. Igualmente, se afirma que los fines de semana sin fútbol producen un notorio desconcierto, aunque en algunos casos la omisión deportiva genera comportamientos que mejoran la armonía familiar.

El fútbol constituye un insustituible analgésico para los dolores sociales, pues minimiza las alzas de impuestos, la carestía, los salarios insuficientes y hasta el desempleo. Del mismo modo, el desfogue que genera el deporte espectáculo, sea en el estadio o mediante la televisión, amortigua la falta de libertades o produce una amnesia muy favorable a los gobernantes ineptos, tiránicos o ladrones.

De modo, pues, que el fútbol está presente en el ámbito de la política, influye en el comportamiento colectivo, atenúa las diferencias sociales y genera una buena dosis de conformismo. Por eso mismo se ha convertido en una cuestión de Estado, y los gobiernos que lo ignoran, lo olvidan o lo descuidan corren el riesgo de ser víctimas de la frustración que produce la derrota, aunque no es ese el único peligro.

Decio de María

Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando el fútbol-espectáculo se convirtió en una actividad necesaria y hasta indispensable para la vida social y la estabilidad política. Ha sido tan importante, que los triunfos de Brasil en los mundiales de 1966 y 1970 apuntalaron la dictadura militar, en tanto que la Copa del Mundo de 1978 le proporcionó oxígeno a la dictadura argentina.

La FIFA, organismo rector del fútbol en el mundo, trata de impedir la intervención de los gobiernos en asuntos del deporte que encabeza. La pretensión es que el fútbol esté al margen e incluso por encima de la legislación de cada país, lo que da por resultado un notorio desprecio por las normas laborales y la comisión de incuantificables fraudes fiscales, especialmente en los llamados traspasos internacionales de jugadores.

La Federación Mexicana de Fútbol (FMF), representante del interés de los dueños de equipos, ha combatido por todos los medios a su alcance la sindicación de los jugadores, como ocurrió en 1970, cuando obligó a Carlos Albert y al Piolín Mota, dos figuras destacadas, a retirarse por el imperdonable pecado de querer formar un sindicato, lo que amedrentó a otros deportistas.

Pero la actitud antilaboral de la FMF se extiende a otros grupos de interés dentro del mismo deporte, como los árbitros. Durante mucho tiempo se les pagaron miserias y trabajaban en condiciones lamentables. La situación ha mejorado de unos años para acá, pero son segregados sin miramientos ante cualquier intento de conseguir justicia. Precisamente por su frágil condición laboral, resulta admirable la lucha que despliegan actualmente por tener respeto de jugadores, directivos y público.

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Las normas del fútbol establecen que la agresión a un árbitro se castiga con un año de suspensión para quien eche mano de la violencia contra los jueces de este deporte. Sancionados con doce meses de suspensión han sido, entre otros, los jugadores Walter Ormeño y Cristian Zermatten o técnicos como Miguel El Gato Marín, pero abundan los casos en que la Comisión Disciplinaria de la FMF considera que no se ejerció violencia física contra los silbantes, sino que únicamente se trató de un “intento de agresión”, y valida de esa estratagema impone penas mucho menos severas a los trogloditas de las canchas.

Tan generosa actitud de la Comisión Disciplinaria, que también se aplica en las agresiones entre jugadores, tiene una explicación: sus integrantes son nombrados directa o indirectamente por los dueños de equipos y trabajan de acuerdo con quien les paga. Un buen jugador suspendido es una merma para el equipo, tanto en lo que se refiere al rendimiento deportivo como a las finanzas, pues un equipo perdedor no atrae al público ni a los anunciantes.

Ante tal desbarajuste, las autoridades mexicanas de todo nivel cierran piadosamente los ojitos para no molestar a los dueños de equipos, que venden a muy buen precio el gran inhibidor de la rebeldía social que es el fútbol, aunque sean atropellados los derechos laborales de jugadores y árbitros y por supuesto del público. Como que ya es hora de que las leyes mexicanas rijan también en el fútbol.

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