“¡Déjenlo aquí para matarlo!”

 

Yo no maté al licenciado Colosio. Yo no lo maté. No hay que perder la fe. Yo no pierdo la fe, creo mucho en Dios y creo que Dios es justo, y también creo que algún día me hará justicia. Mi único pecado es haber sido pobre y no tener para haber pagado un abogado defensor particular que me defendiera en realidad, y que al mismo tiempo pudiéramos tener los recursos necesarios para hacernos llegar pruebas que presentaríamos y poder comprobar mi inocencia. Porque de otra manera pues no, porque somos pobres. Nuestro único pecado es haber sido pobres, no tener recursos para llevar nuestra propia investigación y presentar pruebas. Ése es nuestro único pecado. Y nada más.

MARIO ABURTO,

Almoloya de Juárez

Cuando aquel miércoles 23 de marzo de 1994 se oyó el primer disparo, los residentes de Lomas Taurinas se abrieron como barridos por el viento. Los que estaban más cerca retrocedieron con dos pasos torpes y el cuerpo de Luis Donaldo Colosio, desplomado de frente, quedó a la vista de todo el mundo.

Eran las 5:12 de la tarde y Colosio, el hombre que iba a gobernar México, moría a balazos en plena campaña electoral sobre la tierra pedregosa de una colonia llamada Lomas Taurinas. La imagen de su cuerpo inerte, a pesar de las décadas transcurridas, sigue siendo brutal y desoladora.

La bala de un revólver Taurus calibre .38 perforó la sien derecha del hombre, justo encima de la oreja. La bala, que viajó a 265 metros por segundo, licuó el cerebro de Colosio y al salir hizo estallar su cráneo en esquirlas. Le brotó sangre por la boca y los oídos: le dispararon a dos centímetros de la cabeza y el único rasgo que se distinguía en su cara era la punta de la nariz.

El cabello y el bigote, que aún conservaban el color oscuro, quedaron irreconocibles; en cambio, en la chamarra aperlada de diseñador inglés y en la camisa italiana apenas quedaron rastros del segundo tiro que le sorrajaron en el estómago. El hombre más conocido de México en esos días era un cuerpo inmóvil tendido de boca con la pierna derecha flexionada, el rostro sobre la tierra arenosa que atestiguó sus últimos pasos.

Un grito desgarrador retumbó más allá y atrajo la atención de la gente. Hacia el norte, a tres metros de la escena, seis elementos de seguridad brincaron el cuerpo inmóvil del candidato y detuvieron a un joven delgado de chamarra negra al que violentamente jalaron y apretaron contra el piso con las rodillas sobre su espalda. Alguien gritó:

—¡Desgraciado asesino!

Y a ese grito, como si fuera una necesidad colectiva, se sumaron una tras otra mil voces:

—¡Asesino! ¡Asesino!

La enardecida multitud, que aún llevaba gorras blancas con el logotipo de su apellido, comenzó a correr hacia el joven y los agentes de seguridad debieron esforzarse para cortar su avance, formando una valla circular con sus propios cuerpos; levantaron del piso al joven homicida, y fue ahí cuando varios hombres estiraron las manos para arrebatarlo de sus captores.

—¡Mátenlo!

En un momento, la valla cedió y un grupo de unos 50 hombres se libró de los policías y cayó sobre el joven a patadas y jalones de cabello.

—¡Déjenlo aquí, cabrones, para matarlo!

Un vecino lanzó un manotazo y alcanzó a agarrarle la cabeza. Al sentir en sus manos el cabello del que había disparado contra Luis Donaldo Colosio, juntó tanta furia que apretó hasta arrancarle un mechón de pelo.

—¡Déjemelo aquí para matarlo!

El joven se retorció de pie; otro, a su lado, levantó un terrón de tierra y lo arrojó con fuerza de beisbolista. El tumulto de agentes no pudo evitar el lanzamiento y al magnicida se le abrió el costado derecho de la cabeza. Los vecinos intentaron matarlo hasta que un grito ronco los paró:

—¡Suéltenlo, o se van con él!

Uno de los agentes, un militar, desenfundó su escuadra 9 mm, la empuñó desafiante a lo alto y amenazó a todo aquel que se atravesara en su camino por sacar de Lomas Taurinas al ejecutor del candidato presidencial. Pero su esfuerzo fue inútil: a los captores les costaba trabajo levantar los pies para dar cada paso y evitar que el torrente humano que inundaba sus costados se les fuera de frente.

Caminaron rumbo a un puente de madera destartalado que cruzaba un canal de aguas negras y conectaba la avenida principal de la colonia con el parque donde había sido baleado Colosio. El joven criminal, empapado en sudor, intentó moverse y arrastró los pies con titánico esfuerzo.

—¡Mataron a Colosio, lo mataron, Dios mío!

Avanzaron y el joven alcanzó a levantar la cabeza, su rostro estaba tenso y crispado en una mueca de terror; parecía desplomarse frente a los ojos de todo mundo, pero los agentes de seguridad lo mantenían erguido tirando de sus cabellos. Para ese momento, su camisa había sido desgarrada por la multitud y su torso estaba completamente descubierto. Sobre su pecho caían gotas de sangre que le escurrían hasta el ombligo. Continuó avanzando y arrastró otro pie, pero era como tratar de caminar empujando un muro de ladrillos.

—¡Pinches policías, déjenlo aquí para matarlo!

[gdlr_video url=”https://youtu.be/77jvLqOnDlQ”]

 

En esos minutos el pistolero estuvo a punto de ser linchado por una avalancha de gente que con los puños llenos de piedras intentó arrebatarlo de sus captores para descargar todo el odio, la impotencia de ver morir al que creían su presidente. Los agentes amortiguaron a medias los golpes y en medio de la confusión, los gritos y las amenazas, lograron meterlo a una camioneta Suburban destartalada que iba saliendo del lugar, propiedad de un taxista que fue obligado a asistir al mitin.

La multitud tropezaba, los unos contra los otros. Con súbita descarga de adrenalina hicieron un último esfuerzo por matarlo. Zangolotearon de un lado a otro la camioneta, pero no lograron bajarlo.

—¡Déjenlo aquí para matarlo!

El joven sobrevivió a Lomas Taurinas. En la camioneta, y seis kilómetros de por medio, fue el turno de los agentes de descargar su odio contra él.

—¡No sabes con quién te metiste, hijo de la chingada!

—¡Que yo no fui!

El olor a sangre fresca rivalizó con el sudor de los agentes, que debían resguardar al candidato y ahora trasladaban a su asesino. Más allá del hedor humano, era difícil respirar por la opresión en el pecho que cada uno sentía; sabían que ese hombre no era el único culpable.

Con la cabeza metida entre las piernas, el joven iba sentado en medio de dos policías y trató de inclinarse, pero uno de sus captores lo empujó violentamente al piso. El pecho clavado en sus prominentes rodillas lo asfixió, pero tomó una bocanada de aire para despedazar el silencio y contestar cuando le preguntaron su nombre.

—Me llamo Mario Aburto.

>Fragmento del libro “Aburto. Testimonios desde Almoloya, el infierno de hielo”, Laura Sánchez Ley (Grijalbo, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.