A pesar de esto Gasolina, la película, resultó ser un éxito moderado. Según el contrato yo iba a tener un porcentaje de las ganancias y si en mi cuenta de banco no había millones, al menos pude tomarme un respiro con el alquiler y pagar las tarjetas de crédito. Incluso, gracias a una de esas promociones de las aerolíneas de bajo costo, invité a Nadezhda y a sus hijos a Huatulco, a un resort donde pasamos unos días: ellos jugando en la playa, Nadezhda en una tumbona leyendo y yo, ¿por qué no admitirlo?, borracho en el bar. En el resort te daban una pulserita de plástico color naranja y podías pedir todos los tragos que quisieras, y creo que los dos turnos de la barra comenzaron a mirarme con una mezcla de recelo y tal vez lástima, a pesar de mis generosas propinas. El éxito me había llegado tarde, después de una vida de privaciones, y bueno, nada más al recordar los bazucazos y los helicópteros me sentía traicionado, viejo, enfermo. Mirar a las crías de Nadezhda y del sátrapa —tan rozagantes gracias a la homeopatía y el consumo de lácteos orgánicos— correr por la arena y meterse con torpeza en el mar, me hacía tener toda clase de fantasías detalladas sobre mi propia extinción. Nadezhda, pletórica, en su traje de baño, maternal, sexual, con las mejillas coloradas, no ayudaba para nada a que yo me sintiera mejor.

La última noche sonó mi teléfono celular mientras me bañaba para bajar a cenar con Nadezhda y los niños. Yo estaba en la tina, cociéndome a fuego lento, y lo dejé timbrar. Cuando sonó por segunda vez pensé que podría tratarse de una emergencia, a lo mejor Nadezhda se había asfixiado con un trozo de brócoli. Busqué una toalla y salí chorreando agua y mojé la alfombra:

—Diga.

—Máster, viejo, ¿por qué es tan difícil comunicarse contigo ahora que eres famoso?

Reconocí la voz de Beto Alanís, el director literario de la Súper Editora Transnacional, la misma que había rechazado todos mis manuscritos durante los últimos diez años.

—¿Beto?

—El mismo, viejo.

—¿Cómo me encontraste?

—Pregunté por aquí y por allá. Hasta pensé que te habías suicidado, viejo.

—Aún no.

—Oye, vamos a vernos, ¿qué te parece el miércoles en el Bar Olimpo?

El Bar Olimpo era un bodegón de paredes altas adornado con motivos taurinos y de futbol. Justo encima de nosotros colgaba la cabeza de un majestuoso toro muerto décadas atrás, con una placa que decía: “Chispita”. La especialidad era la tortilla española y las tortas de pavo.

—Me encantó Gasolina, viejo —dijo Alanís en cuanto me senté en la mesa y pedí un whisky doble con hielos—. Y además es actual, el problema del narcotráfico, la violencia, el consumo de drogas…

—Gracias —dije.

—Sobre todo la parte de los bazucazos desde el helicóptero.

—Pero eso no aparece en el libro.

—¿No?

—No.

—Eso puede ser un problema —dijo, y se llevó la mano al mentón.

Luego saludó a unos tipos que en ese momento entraron al bar y se apoyaron en la barra, supongo que para ver de cerca un partido de futbol que estaba por comenzar: eran los escritores Juan Villoro y Álvaro Enrigue. Definitivamente yo ya me encontraba en el Bar Olimpo.

—Máster —anunció finalmente Alanís—, la Súper Editora Transnacional te quiere tener entre sus autores. Y te quiere ya.

—Me parece muy bien, Beto, porque tengo muchos manuscritos…

—Pero hay un problema.

—Dime.

—La Súper Editorial Transnacional quiere Gasolina.

—Gasolina ya tiene editorial —dije.

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Mis editores eran una pareja que había hipotecado la casa para fundar una editorial independiente. Pero Alanís no me escuchaba, perdido en los planes que la Súper Editora Transnacional tenía para mí.

—Pero Gasolina es demasiado corta, ¿crees que puedas ponerle los bazucazos y los helicópteros? Vamos a tener que agregarles unas cien páginas más. Ya sabes, para que venda.

—¿Vamos, Kimosabi?

—Y hemos pensado que tal vez puedas escribir una segunda parte, algo así como Gasolina II, y luego Gasolina III. Le llamaremos a todo Alto Octanaje: la trilogía. Así lo hacen los suecos. Podemos vender los tres tomos en una caja. ¿Tú crees que a Salas y a Solís les interese filmar los otros dos libros?

—Necesitaría hablar con ellos.

—Súper dúper, viejo.

—Hace poco me llamaron de la OTRA Súper Editora Trasnacional… —intenté hacer un bluff, como si estuviera en una película de jugadores de póker.

—No importa —dijo Beto—, acabamos de comprar La OTRA Súper Editora Trasnacional. De hecho, ahora nos llamamos el Súper Súper Grupo Trasnacional.

—Eso no lo sabía.

—Ocurrió mientras hablábamos —Alanís miró su teléfono celular.

Me sentí como el lobo bandido del viejo oeste que salía en un corto de dibujos animados, ese que intenta escapar del sheriff, el perro Motita, el cual posee el don de la ubicuidad. Recordé la escena en la que, desesperado, toma un cohete para viajar a China y al llegar lo primero que ve es el rostro impasible de su perseguidor decirle: “está usted arrestado, señor lobo”.

—De hecho, viejo, creo que ya somos la única opción en el mercado de habla hispana… y del mundo —agregó sin dejar de mirar su celular.

Ni tardo ni perezoso, sacó de su maletín un contrato y su estilográfica. Yo pensé en mis amigos, los editores independientes, en lo mucho que batallaban cada mes para pagar la hipoteca, en todas sus deudas. Mi amiga la editora incluso hasta padecía del hígado por esta causa y tenía que tomar un tratamiento muy caro. Habían mandado a la niña a una escuela pública porque ya no podían pagar la colegiatura del colegio privado. Su matrimonio peligraba debido al estrés: cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana, dicen.

—¡Gol! —gritaron todos en el establecimiento.

Villoro y Enrigue chocaron sus copas de martini en la barra y me miraron, como queriendo reconocerme. Seguro habían visto mi foto en los periódicos. Me encontraba por fin en el Bar Olimpo, y me dio hambre. Pedí una tortilla española y otro whisky, pero antes tomé la estilográfica de Alanís y firmé el contrato por tres libros para el Súper Súper Grupo Trasnacional. Ni siquiera lo leí.

Así que me encerré durante unas semanas a engordar Gasolina, incluso agregué el helicóptero y los disparos de bazuca, cinco escenas de acción más y un capítulo por cada personaje en el que contaba su historia, la historia de sus padres y de sus abuelos y toda esa mierda al estilo David Cooperfield que parece gustarle tanto a los editores. Nadezhda venía dos o tres veces a la semana con los topers de comida vegetariana que comenzaron a acumularse en el fregador. Fueron días apacibles, llenos de seguridad económica y emocional.

>Fragmento de la novela “Ceremonia”, de Daniel Espartaco Sánchez (Librosampleados, 2017). Agradecemos a la editorial todas las facilidades otorgadas para su publicación.