Nadie tiene derecho de pedirle al PRI y menos al presidente de la república que carguen con el lastre de los dos Duarte.
Ningún promotor o protector de ambos, o de alguno de ellos, tiene derecho a pedir o rogar que se les exonere por razones de amistad. Menos todavía a poner en riesgo la imagen y credibilidad de las instituciones en un momento en que la corrupción e impunidad son considerados los problemas más importantes de México.
De lo que el gobierno decida hacer con los Duarte depende no solo detener la caída de los índices de popularidad y aceptación oficial, sino evitar que los resultados electorales de este y del próximo año le sean adversos.
A las cosas hay que llamarlas por su nombre: ninguno de los Duarte es un perseguido político. Ni fueron demócratas. Ni fueron libertadores. Ni siquiera carismáticos. Ambos exgobernadores son prófugos de la justicia y están acusados de utilizar el cargo para enriquecerse. Se les acusa de peculado, lavado de dinero, enriquecimiento ilícito y uso indebido de funciones.
Para decirlo rápido: Javier Duarte —exgobernador de Veracruz— y César Duarte —exgobernador de Chihuahua— merecen ser enjuiciados por asaltar las arcas públicas y causar un grave daño al patrimonio de sus respectivos pueblos.
El robo al erario debería tipificarse como un delito de lesa humanidad. El saqueo no solo implica que el dinero desaparezca. Significa dejar a muchos enfermos sin camas de hospital ni medicinas; representa tener menos escuelas, empleos. Supone, en síntesis, mayor pobreza.
Si los Duarte no son culpables, ¿por qué huyen? La soberbia que los caracterizó, hoy se vuelve cobardía. Con la misma arrogancia con que gobernaron deberían venir a demostrar su inocencia.
Por cierto, Javier Corral comienza a caer en actitudes similares de vanidad y no solo porque esté descubriendo las delicias del golf sino por utilizar la justicia para ocultar lo que está sucediendo en su recién nacido gobierno en el estado de Chihuahua.
Es evidente que las órdenes de aprehensión en contra de Duarte y de sus colaboradores fueron ejecutadas no solo para hacer justicia sino para ocultar los altos índices de violencia e inseguridad que hay en su gobierno y cuya máxima expresión es el asesinato de la periodista Miroslava Breach.
Pero mientras Corral comienza a darse cuenta de que no es lo mismo hacer activismo que gobernar —“ser borracho que cantinero”—, Duarte debe explicar por qué de gobernador decidió convertirse en banquero.
Una de las denuncias en su contra señala que entre 2012 y 2014 su administración desvió a una sociedad financiera privada 80 mil millones de pesos procedentes de diversos programas federales. Y que ese fideicomiso terminó convertido en una institución de banca múltiple denominada Banco Progreso del cual el mismo Duarte se convirtió en accionista.
El cúmulo de acusaciones y de indagatorias dejan ver a un gobernador que lo mismo incurrió en un extraño y dudoso manejo de recursos públicos, que en recibir dinero oscuro para crear una banca destinada a depositar, triangular, lavar y jinetear dinero para beneficio de él y de sus socios.
De ser un empresario y ganadero lechero más, prácticamente desconocido hasta que se convirtió en candidato al gobierno del estado, pasó a engrosar las filas de los mandatarios estatales más ricos del país.
Por la cínica, ilícita y desproporcionada forma de enriquecerse, los Duarte son para los mexicanos un símbolo de la corrupción política nacional.
Si no son procesados y sancionados, la autoridad tendrá que medir las consecuencias. PRI y gobierno tienen que decidir entre dejarlos en libertad, en la descarada y cínica impunidad, o ganar y mantenerse en la Presidencia de la República.
Así de simple y así de grave porque hoy, como nunca, el electorado está dispuesto a salir a votar nada más y solamente para castigar en las urnas la corrupción.
El caso César Duarte ofende no solo a Chihuahua, sino a los poderes de la república. Antonio Enrique Tarín García, exdirector de adquisiciones e integrante de la red de complicidad del exgobernador, fue a refugiarse a la Cámara de Diputados como si el Congreso de la Unión estuviera para proteger delincuentes.
Tarín fue como diputado suplente a tomar protesta como diputado titular en lugar del recientemente fallecido Carlos Hermosillo, para tener fuero y protegerse. Su actitud dejó ver a un político de muy baja estatura moral, un oportunista que puso en riesgo la soberanía del recinto parlamentario y la credibilidad de los diputados que conforman la fracción del PRI en San Lázaro.
La decisión de César Camacho de no tomar protesta a quien está sujeto a un proceso judicial evitó que los priistas cayeran en un caso similar al de César Godoy, diputado perredista acusado de tener vínculos con La Familia Michoacana y que, para evadir a la policía federal, fue introducido por sus compañeros de bancada en la cajuela de un coche.
Los Duarte son hoy prueba de fuego para este gobierno. Enrique Peña Nieto no tiene por qué cargar con ellos. Quienes los protegen —viejos políticos y viejos intereses— deben permitir al Presidente tomar una decisión de Estado que contribuiría a salvar la imagen de su gobierno.


