El director Enrique Singer y los belcantistas Irina Dubrovskaya y Ernesto Murillo

Mario Saavedra

Escrita originalmente para la célebre prima donna de la época Fanny Tacchinardi-Persiani, la más popular de las óperas serias del prolífico genio creativo del compositor italiano Gaetano Donizetti (Bérgamo 1979-1848), Lucia de Lammermoor, fue estrenada en el prestigiado Teatro San Carlo de Nápoles en 1835. Según crónicas de la época se sabe que la participación de la inolvidable gran soprano coloratura sería determinante en el éxito que de inmediato tuvo esta extraordinaria ópera estelar del reportorio belcantista, y al mismo tiempo marcó el inició de todas las variaciones y reducciones que iría sufriendo la partitura en representaciones posteriores, siempre buscando un mayor lucimiento de la figura femenina sobre todo en las escenas trágicas que tienen su momento paroxístico en la celebérrima aria de la locura que cierra el segundo cuadro del tercer acto, “Il dulce suono… Spargi d’amaro pianto”.

Pero en beneficio de una obra que hoy reconocemos perfecta, impecable en su construcción tanto musical como vocálica, e incluso en el terreno propiamente dramático en el que mucho contribuyó la maestría de un libretista oficioso como Salvatore Cammarano (a partir de la popular novela La desposada de Lammermoor de sir Walter Scott), Donizetti contravino las convenciones de la época según las cuales la obra debía terminar con la gran escena de locura y muerte de la heroína y en cambio dotó de nuevos matices al personaje masculino todavía con terreno por delante que andar. El joven héroe entonces, tormentoso en su pasión hasta el punto de precipitarse a abismos destructivos que bien legitimaba la todavía novedosa tradición romántica introducida por el Sturm und Drang, hace gala de su carácter patético y trágico en la hermosa aria “Tu che a Dio spiegasti l’ali”, en una osadía dramático-musical que la dupla Donizetti-Cammarano se arriesgaría a acometer, con rotundo éxito, a favor del equilibrio.

Poesía y drama en estado puro

Una de las obras más inspiradas de Donizetti, donde el talento y el trabajo minucioso produjeron los mejores resultados, Lucia de Lammermoor es ejemplo fehaciente del genio de Donizetti para generar bellas y elegantes melodías al servicio de la poesía y el drama en estado puro, por lo que toda la obra está pletórica de hermosas frases para lucimiento de prácticamente todas las voces convocadas, el coro y la propia orquesta. Aparte de las sublimes escenas citadas y otros aires más con los que Lucía y Edgardo pueden conquistar la gloria, o bien fracasar estrepitosamente, porque para estas tesituras representa una verdadera prueba de fuego, esta magistral obra belcantística de Donizetti ofrece de igual modo sus respectivos espacios de demostración para un barítono de fuerza, un bajo con aplomo y una mezzo con gallardía, para conformar un todo de esplendor lírico que escritores como Flaubert y Tolstoi tenían entre sus favoritos.

De vuelta a México, porque se trata de un título de repertorio al que toda casa de ópera debe volver frecuentemente, mucho me duele no haber escuchado de nuevo a nuestro primer tenor Ramón Vargas con una obra que domina y le ha dado tantos éxitos a lo largo de su ya prolongada y ejemplar trayectoria. Es más, tuve el enorme privilegio de oírlo hace más o menos dos décadas en el Metropolitan Opera House de Nueva York, con la que fue una producción de época y en una función apoteósica, soberbio en el citado aire final de cierre “Tu che a Dio spiegasti l’ali” que puso a todo un exigente público de pie. En un momento extraordinario de carrera, ha sido una de nuestras voces con más sostenida presencia en los más importantes foros operísticos, porque ha sabido mantenerse en un repertorio ad hoc a sus recursos vocales, extraordinarios en esa tesitura. En su lugar cantó el joven Hugo Colín, que si bien tiene un timbre hermoso, creo que lo tiraron antes de tiempo al ruedo con una obra de tal envergadura, y el volumen vocal se quedó muy por debajo de las exigencias; por otra parte, mucho contrastaba con la primera figura a la que suplía.

También mucho me apenó no poder escuchar en vivo a la primera soprano convocada, la siberiana Irina Dubrovskaya, que venía con muy buenos carteles, y por lo que leí y escuché no defraudó en nada a los asistentes. Como otras grandes voces de esa procedencia, y si bien no ha sido precisamente en el repertorio belcantístico donde más han sobresalido, esta espléndida y además hermosa soprano ha ido cubriendo un repertorio extenso y variado, ecléctico, especialmente destacada con obras y autores eslavos que domina más allá del idioma. Si bien el contraste aquí no fue tan grande, en su lugar oímos a una Angélica Alejandre que fue yendo de menos a más, para llegar con mayores bríos al celebrado segundo cuadro del tercer acto donde además cobijó tan difícil examen vocal con un manejo histriónico elocuente y conmovedor.

 

Coro y Orquesta a la altura

Entre las otras voces, el barítono Juan Carlos Heredia tampoco llenó del todo las expectativas que en esta obra requiere superiores fuerza y empuje, pues el Lord Enrique Ashton exige un mayor cuerpo vocal, al margen de la personalidad afín a un antagónico que en Lucia di Lammermoor desencadena la tragedia. Las demás voces cumplieron en similar discreción. Otra cosa habría que decir, en cambio, del Coro del Teatro de Bellas Artes, que vuelve a estar a la altura de las circunstancias, bajo la conducción del invitado Luigi Taglioni, con una ópera que no es menos apremiante para él. La Orquesta del Palacio de Bellas Artes sonó otra vez bastante bien, bajo la dirección de su titular, el ya conocido y reconocido gran músico serbio Srba Dinic que bien supo resaltar los muchos momentos de extrema belleza con que cuenta esta partitura plena de lirismo y musicalidad.

En otros renglones, volvió a lucir la mano fina y experimentada del probado director y actor Enrique Singer, ya con un muy buen kilometraje andado en el terreno lírico. Un amante y respetuoso del género, mucho se agradecen esta clase de directores que se ponen al servicio de la partitura y no están obsesionados por innovar, obligando entonces a los cantantes a hacer más circo y maroma que teatro, en detrimento de su trabajo y su rendimiento. Otro tanto habría que decir de los diseños de escenografía e iluminación del muy talentoso Philippe Amand, ahora contribuyendo a recrear una atmósfera tensada por la magia y la ensoñación, de imágenes enmarcadas que nos recuerda a Rembrandt y otros artistas flamencos. El diseño de vestuario de Estela Fagoaga refrendó la época, con elegancia y minuciosidad; el maquillaje y los peinados de Cinthia Muñoz fueron en ese mismo sentido.

En conclusión, una reposición de la Lucía de Lammermoor, de Gaetano Donizetti, gozosa y entrañable en todos los sentidos, y que sólo me culpo de no haber podido disfrutar a plenitud como fue concebida, con el elenco estelar, para la mayor parte de las funciones. ¡Será para la próxima!

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