Óscar Mario Beteta, conductor del noticiero de Radio Fórmula En los tiempos de la radio, ha sido de los pocos, si no es que el único, en denunciar la crueldad y la violación de los derechos humanos implícitos en el plan que anunció el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos John Kelly, para separar a padres y madres inmigrantes de sus hijos, cuando intenten cruzar ilegalmente la frontera.

El solo aviso debió haber puesto en funcionamiento, de manera inmediata, enérgica y contundente, los reflejos del gobierno mexicano. Sin embargo, ha prevalecido hasta hoy un discurso inocuo, diplomáticamente inofensivo, que no ha ido más allá de expresar una mera “preocupación”.

Este tema, en específico, ha puesto en evidencia el adormecimiento de la conciencia —¿o debemos decir desinterés?— para defender la integridad de los niños más pobres de México. Porque son ellos, niños indígenas y campesinos, niños emflaquecidos, cuyos ojos negros destacan en medio de las manchas blancas de desnutrición que hay en su rostro, los que emigran, a veces solos y a veces con su padres, tratando de huir del hambre.

¿Cuál sería la reacción del gobierno norteamericano en caso de que niños norteamericanos —blancos, ojos azules, pelo rubio, bien nutridos— fueran confinados y aislados en cualquier frontera para interrogar a sus padres?

La respuesta es fácil. Estados Unidos declararía un ultimátum económico, comercial, político, jurídico, diplomático en contra de ese país por violar los derechos de ciudadanos estadounidenses.

México, obviamente, no está en condiciones de imponer algún tipo de boicot, pero sí de desplegar un activismo diplomático mundial nunca visto, para levantar la voz y defender, con todos los recursos que ofrece el derecho internacional, la dignidad e integridad tanto física como psicológica de los niños mexicanos.

Y es que Kelly se refirió a ellos como si formaran parte del raquítico equipaje que los acompaña. “Mientras nosotros lidiamos con sus padres, ellos estarán a cargo del Departamento de Salud y Derechos Humanos”. Dudo de que Kelly aceptara poner a sus nietos bajo el resguardo de algún burócrata.

Hay que decirle al general que los niños mexicanos no son cosas, y que su gobierno no puede pretender tratarlos como si fueran trastos infectados. Las consecuencias de la separación paterna —por horas, días, semanas o tal vez meses— va a dejar en esos niños, de por sí afectados por la pobreza milenaria que cargan en sus genes, una herida emocional imborrable.

El tema no ha despertado, sin embargo, la conciencia adormecida del Congreso, de los partidos y ni siquiera de los aspirantes a ser candidatos a la Presidencia de la República en 2018, dedicados a hacer “tour político” y proselitismo en Estados Unidos para quedar bien con la comunidad de inmigrantes, pero, sobre todo, para convencer a Donald Trump de que los apoye.

Porque tal parece que, hoy, en este mundo de locos, las campañas para elegir presidente de Estados Unidos se tienen que hacer en México; y para elegir presidente de México, se tiene que hacer en Estados Unidos.

Separar a los hijos de sus padres no es la solución para detener la inmigración ilegal y eso lo sabe perfectamente Washington.

La solución es económica, de corresponsabilidad bilateral y multilateral. Apostar al maltrato infantil para resolver la crisis migratoria, simplemente oculta el trasfondo racista de la administración Trump que dejó ver, recientemente, el líder de American Renaissance, el supremacista Jared Taylor: impedir que los blancos terminen siendo minoría en Estados Unidos.

Pero los niños mexicanos, los más pobres de entre los pobres, están por convertirse en las primeras víctimas del nacionalismo blanco, de un Ku Klux Klan que se impone cada vez más, sin que en México se escuche alguna voz de indignación.

@pagesbeatriz