Portentoso escritor (1917-1986)

Mario Saavedra

Hacía tantos años que no alzaba la cara,

que me olvidé del cielo.

Juan Rulfo, Pedro Páramo

En la década de los cincuenta surgieron en México dos nuevos narradores jaliscienses que se les asociaba en muchos sentidos y siempre fueron muy buenos amigos: Juan Rulfo y Juan José Arreola, pero estéticamente siguieron caminos distintos. Espléndidos ambos, el primero de ellos, Juan Rulfo (Guadalajara 1917-Ciudad de México 1986), fue propiciador de una nueva y poderosa corriente que si bien había bebido de la prolífica narrativa de la Revolución, e incluso también de no menos vigorosos novelistas norteamericanos como William Faulkner y Ernest Hemingway, lo cierto es que fue cauce de una voz cuya originalidad trascendería, con notoria presencia, en otros narradores del llamado boom latinoamericano como el propio Gabriel García Márquez y su casi patentado —si no fuera precisamente por Rulfo— “realismo mágico”.

Voz de los desheredados

Autor de una reducida pero trascendental obra (“una línea bien puede salvar a un poeta”, escribió alguna vez Borges), Rulfo publicó primero textos sueltos en revistas como América y Pan, algunos de ellos contenidos más tarde en ese ya revelador compendio de cuentos El Llano en llamas que vio la luz como un todo integral en 1953.

Este sumario de 17 distintos relatos encuentra unidad en su tono seco, áspero y dramático, de la mano con un ambiente rural no menos adusto y asfixiante del que emergen personajes primitivos por su grado de violencia o de inanición, relacionados algunos con ese antecedente innegable que fue la novela (sobre todo el Mariano Azuela de Los de abajo) de la Revolución.

En este sentido, heredero directo de esa rica tradición, que aquí se condensa en una especie de inconsciente colectivo, Rulfo la potenció con maestría (“Luvina”, “Diles que no me maten” o “No oyes ladrar los perros”, por ejemplo) a través de un lenguaje que conmueve tanto por su aridez como por su cargado lirismo, porque se torna primario y por lo mismo fundacional.

Voz de los desheredados, en medio de una tierra propia pero deshabitada por su estado de morbidez, estos entes en vilo y hambrientos figuran cadáveres que deambulan sin rumbo fijo, a la buena de una ley ya sin Dios, en medio de una anarquía donde los abusos de los poderosos y la superstición siguen siendo el pan nuestro de cada día, porque la guerra sólo trajo caos y no solucionó nada. En este sentido, la tesis rulfiana coincide con la esgrimida en la escena nacional por Rodolfo Usigli con su paradigmático drama El gesticulador de tres lustros atrás, porque la simulación pareciera estar incrustada en nuestros genes como signo de identidad.

El Llano en llamas en su primera edición de 1953.

Estilo peculiar e influyente

De dos años después, 1955, es su segundo y definitivo libro Pedro Páramo, extraña novela acerca del ya mítico Comala, un pueblo no menos inhóspito habitado sólo por los rumores y el estertor de sus muertos condenados a cadena perpetua en una realidad que es reflejo del purgatorio. En su primera parte, Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo que viene en busca de su padre, se encuentra con un arriero que ya en el pueblo le refiere sus encuentros fantasmales; portento novelístico, de esta narración en primer plano se brinca a escenas y monólogos del pasado construidos a partir de evocaciones del pueblo antiguo, cuando ese sitio de expiación era casi un paraíso viviente.

Donde mejor se ha descrito ese limbo posible entre la vida y la muerte, el arriero transita al más allá impulsado por los murmullos que lo carcomen, pero entonces sus interlocutoras son ahora Eduviges Dyada y Dorotea, otras muertas que como él evocan su existencia a través de rememorar historias de un pasado casi mítico.

La segunda mitad, en cambio, es narrada por el propio novelista, portavoz impecable de cómo la carrera advenediza de Pedro Páramo se ha ido potentando a partir de la autoridad y el poder corrupto; también nos refiere los recuerdos de Susana San Juan —el amor imposible del cacique—, su locura y su muerte, así como los atropellos y correrías de Miguel Páramo, las conturbaciones del padre Rentería y la venganza del propio Pedro Páramo contra el pueblo insensible a la muerte de su amada.

Pedro Páramo en su primera edición de 1955.

Creador de un estilo tan peculiar como influyente, revolucionario por cuanto se atreve a acometer y experimentar (estructura, tiempos, voces, planos, registros), Pedro Páramo es a la vez parada obligada en el transcurso de la novela contemporánea como punto inaugural de una nueva corriente que con Cien años de soledad, de García Márquez, alcanzó su madurez absoluta. Obra maestra que logra condensar en pocas páginas una narrativa cargada de poesía y diversas referencias histórico-culturales de un México que en muchos sentidos todavía se abisma tras la búsqueda de un sentido cierto de identidad, como bien lo definió Octavio Paz en su también referencial gran ensayo El laberinto de la soledad, esta novela paradigmática sigue siendo motivo de ejemplo y de estudio.

Juan Rulfo escribió, entre 1956 y 1958, su segunda novela y última obra literaria, El gallo de oro, que publicó hasta 1980, y que en su versión cinematográfica de Roberto Gavaldón, de 1964, contó con una celebratoria adaptación nada más y nada menos que de García Márquez y Carlos Fuentes. Autor de muchos guiones e ideas para cine,  Rulfo se dedicó después, como Rimbaud en la poesía y Rossini en el terreno de la ópera, a otros quehaceres y pasiones (en su caso, la fotografía), porque bien sabía que en el campo de la literatura ya había dicho todo lo quería decir y más quizá hubiera implicado repetirse.

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