Saray Curiel

Léanse las columnas periodísticas de los fines de semana. Siempre estamos ante el mismo dilema, ¿el ejercicio de poder debe entenderse a partir de su teorización o se debe teorizar el poder a través de su ejercicio? Muchos juristas —anacrónicamente— se inclinan por ese positivismo jurídico enfermizo que supone que todo lo que se legisla ocurre en el mundo real. Otros, un poco más sensatos, logran comprender que la legislación obedece poco a las situaciones reales y proponen legislar en función de éstas. Pero queda una opción más, una donde las prácticas escapan a la legislación. El poder de todos los días, de todas las relaciones sociales, de todas las situaciones. El que escapa al monopolio de la ley. No es en absoluto una visión nueva, pero invita a varias reflexiones.

Se llama positivismo jurídico a la separación de la moral del Derecho[1], dónde el estudio de lo jurídico se define por el estudio de la aplicación de la ley, sin importar si ésta es justa o no. La ley es asumida como la única fuente del Derecho y su manifestación implica siempre la pérdida de la voluntad en bien del Estado. Desde el Leviatán de Hobbes, ya era posible encontrar los fundamentos de ese positivismo jurídico. Sin embargo, fue Hans Kelsen su más grande teórico, pues se dedicó a estudiar la ley mediante la teoría general del Derecho y a construir el marco de su formulación y aplicación en la modernidad. En su Teoría General del Estado[2] Kelsen sostiene que este último no podía estar separado del Derecho. El Estado sería el único capaz de ejercer el poder mediante la ley, acentuando la separación de los elementos morales de los ideológicos. En su Teoría pura del Derecho[3], Kelsen mostró además que el Derecho fungía como regulador de la vida social, pues era un orden o conjunto de normas que se separaba de la moral por el carácter de obligatoriedad de la norma, el Derecho era visto entonces como un orden coercitivo, canal de legitimación y ejecución del poder.

Las Teorías del Estado-Nación sustentaron el ejercicio del poder y el uso legítimo de la violencia. Quedó así restringido al problema de la prohibición y el castigo ejercidos por el Estado a través de la regulación de marcos jurídicos que fungirían como ordenamientos de la vida social. Bajo esta óptica, el poder sólo podría estudiarse mediante las instituciones y estaría fundamentado en la juridicidad entendida como ley. El único Estado posible que se concebía, era el Estado-nación con fronteras bien delimitadas y con soberanía total para ejercer el dominio sobre sus súbditos con respecto a los demás Estados.

Sin embargo, visto de esta manera, el poder es un fenómeno limitado e invisible en todo aquello que trasciende el aparato coercitivo del Estado.  La crítica que abrió una nueva perspectiva para el estudio del poder en el siglo XX fue en gran medida dirigida por Michel Foucault. Dentro de ese positivismo jurídico descrito por los grandes teóricos que se oponían al derecho natural, parecía impensable que en las prácticas cotidianas el poder pudiera manifestarse, haciéndolo además multidireccionalmente y arrebatando su monopolio al Leviatán. Sin embargo, en sus obras, Michel Foucault devolvía la atención al ejercicio del poder en todas las prácticas, regulándolo, limitándolo y prestándole condiciones de posibilidad. Una vez que se hizo patente que su ejercicio no era monopolio del Estado, sino que obedecía a una lógica práctica, simple, cotidiana, voraz, de la que resulta imposible escapar, se volvió preciso analizarlo dentro de las relaciones sociales.

Después de su obra cumbre, Vigilar y castigar, que estuvo muy relacionada con su Historia de la locura[4]; Foucault sentó las bases de la comprensión del fenómeno del poder desde una perspectiva completamente diferente a la desarrollada por el positivismo jurídico decimonónico. En sus trabajos, descubrió que éste, como mecanismo de dominación del otro, excedía el problema del estudio de los marcos jurídicos y de los límites impuestos por el Estado. Foucault mostró que el fenómeno inundaba todas las prácticas de la vida social.

En todos los mecanismos de control sobre el cuerpo y la voluntad estaba presente el ejercicio del poder y éste no estaba restringido a una relación vertical, sino que justamente se presentaba en el entramado de todas las relaciones sociales donde se daban prácticas de dominio en múltiples direcciones. Un dominio que no necesariamente tenía que ser violento, sino que por el simple hecho de ser coercitivo y afectar la voluntad del otro, de imponerle acción o pensamiento, le daba forma a las prácticas. Lo que interesó a Foucault fue el análisis de las relaciones sociales, más específicamente, de las relaciones de poder; pues este último sólo puede ser comprendido en sus prácticas: el poder no se tiene, se ejerce. Es en su ejercicio donde se le puede estudiar, analizar, desentrañar y comprender. La vida cotidiana es su gran campo de acción.

Sin embargo, éste es el espacio más olvidado y ante el que difícilmente se detiene la opinión pública a reflexionar. El mundo se debate sobre el ejercicio del poder. ¿Acaso no hay limitantes a las acciones del Estado? ¿Puede un Estado como Norteamérica, dirigido por Trump, saltarse el derecho internacional? ¿Qué capacidad de acción tienen las pequeñas prácticas de opresión y resistencia? El problema consiste en creer que se les puede atrapar, regular, legislar y normalizar, sin siquiera haberlas entendido a profundidad, sin analizar su valor simbólico, sin contextualizarlas en un nivel internacional. Lo verdaderamente apremiante no es la temporada de comicios, ni siquiera las manifestaciones callejeras. Es el noticiario de la noche y la plática familiar que suscita, es el racismo en las escuelas, es la persecución, el narcotráfico, el feminicidio. El derecho penal tiene, a pesar de las limitaciones de la ley que lo hacen esencialmente coercitivo, también una dimensión ética en un nivel social. De no ser así, de sumergirnos sordamente en el positivismo jurídico, sólo veremos como la debacle del sistema terminará por alcanzarnos. Así que, por favor, a poner los pies en la tierra.

[1] Positivismo jurídico y neoconstitucionalismo. Paolo Comanducci, Ma. Ángeles Ahumada, Daniel González Lagier. México: Fundación Coloquio Jurídico Europeo: Distribuciones Fontamara, 2013. 159 pp. (Coloquio Jurídico Europeo. Núm. 16)

[2] Hans Kelsen. Teoría general del derecho y del estado.  trad. de Eduardo García Máynez. México: UNAM, 1979. 477 pp. (Textos universitarios)

[3] Hans Kelsen. Teoría pura del derecho: introducción a la ciencia del derecho. trad. Moisés Nilve. México: Ediciones Coyoacán, 2008. 240 [5] pp. (Derecho y sociedad. Núm. 24)

[4] Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Trad. Aurelio Garzón del Camino. 2a ed. México: Siglo XXI, 2009. 359 pp.e ills. (Criminología y derecho), Historia de la locura en la época clásica. 2ª ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1976. v. (Breviarios del Fondo de Cultura Económica). Resaltan las compilaciones que se han hecho de sus conferencias y entrevistas, la Microfísica del poder .Ed. y Trad. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. 3a ed. Madrid: La Piqueta: Endymión, 1992. 192 p. (Genealogía del poder; 1) y la más reciente El poder, una bestia magnífica: sobre el poder, la prisión y la vida. Ed. Edgardo Castro, Trad. Horacio Pons. México: Siglo XXI Editores, 2013. 285 p. (Biblioteca Clásica de Siglo Veintiuno).

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