El Sistema Nacional Anticorrupción nació muerto. El hecho de que haya sido instalado el Comité Coordinador de ese sistema anticorrupción sin fiscal es una mala señal.

Más lo es que la ley aprobada no le haya dado a ese órgano la autonomía necesaria para investigar sin ningún tipo de atadura o compromiso político.

La decapitación confirma que la reforma constitucional de 2015 —en su origen pensada para crear una poderosa estructura capaz de combatir la corrupción e impunidad— terminó como rehén de intereses y negociaciones políticas del más alto nivel.

La tardanza en nombrar al fiscal anticorrupción solo puede explicarse por la resistencia de los partidos a elegir a un abogado con la suficiente independencia política, valor y fuerza moral para procesar a los funcionarios públicos de todos los niveles y sin importar el peso político que ostenten.

Para el ciudadano, todo este devaneo significa una sola cosa: que no existe voluntad política para extirpar de la entraña nacional la corrupción y, menos, para poner fin a la impunidad.

Todo esta resistencia deja ver a senadores, diputados, gobernadores y altos funcionarios ansiosos por proteger intereses ilegítimos. Por cuidar sociedades y compadrazgos, pero despreocupados por el daño que la corrupción ha causado y sigue causando al país.

Decir que la corrupción cuesta a México —como lo señalan distintas fuentes— el 10 por ciento de su producto interno bruto puede no decir mucho. Pero sí lo dice el daño que causa a la democracia y a la economía. También dice mucho la forma como profundiza la pobreza y ensancha la desigualdad social; cómo impide abatir la violencia y mina la confianza en las instituciones.

Los políticos no entienden que no entienden. Y no acaban de entender que el desprecio que siente la sociedad hacia la política se debe a que ha convertido el ejercicio público en un botín, a que se ambiciona llegar a un cargo con el único interés de enriquecerse y a que la corrupción tiene un elevado costo para la calidad de vida del ciudadano.

Tal vez a ese estado de confort y de inconsciencia se deba que a unos cuantos meses de que inicie el proceso para elegir al próximo presidente de México a ningún partido le interese resolver uno de los problemas nacionales que más ofende y tiene lastimado al electorado.

La corrupción en México ya no es solo un tema nacional sino internacional. La imagen país, el costo país, la confianza país, el menosprecio país están directamente relacionados con el desprestigio de sus políticos y también, hay que decirlo, de muchos de sus ciudadanos.

La corrupción de los mexicanos se discute en los parlamentos y en los congresos de otras naciones. En una audiencia ante el Comité de Seguridad Interna del Senado norteamericano, el secretario de Seguridad de Estados Unidos, John Kelly, dijo que la corrupción, junto con la violencia, son los problemas más importantes que tiene México. Sin embargo, al Congreso mexicano eso parece valerle madres.

La Junta de Coordinación Política del Senado decidió aplazar para después de Semana Santa la elección del fiscal. El coordinador de la fracción parlamentaria del PAN, Fernando Herrera, dijo que buscan acercar posiciones para darle al titular la mayor autonomía posible.

Lo cierto es que no existe, por parte de las distintas fuerzas políticas, voluntad para avanzar en la materia. Mientras en el discurso hablan de honestidad y transparencia, en la práctica los legisladores trabajan a favor de la corrupción y de la impunidad.

Aplazar por tercera ocasión el nombramiento del fiscal, sacar de la chistera pretextos y justificaciones para evitar construir una entidad absolutamente independiente, resistente a las presiones y ajena a los compromisos, deja ver hasta dónde llegan los hilos de una red que tiene a México postrado.

@pagesbeatriz

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