Berchstesgaden, Alemania, agosto de 1956.

¡Todavía existe algo vivo del Füehrer Adolfo Hitler! El rostro de su hermana tiene una gran semejanza con el del Dictador y sus ojos, vivos y fieros lucen todavía en el rostro de Paula Wolf, que habita en el número 6 de la Reichstrassen, en Berchstesgaden, en la verde y ardiente Baviera. Desde Innsbruck, en Austria, nos trasladamos al sonriente pueblillo, pero no imaginábamos que nos esperase una sorpresa de tal importancia. Íbamos a visitar, simplemente, las ruinas de la atalaya de gruesos muros de cemento, desde la cual Hitler, quería ver a la tierra de hinojos. Ya poco queda de ella. Solamente muros calcinados y unos cuantos hierros retorcidos. Sobre el increíblemente bello paisaje bávaro se abre una gran ventana, todavía en pie, desde la cual Adolfo Hitler se recargaba para soñar la dominación del mundo. Los norteamericanos y los rusos hicieron saltar en pedazos el ominoso sitio y dejaron que la naturaleza cubriera de hierba los huecos horribles que dejaron las bombas. El silencio y la paz han vuelto a reinar en aquel lugar donde se incubó la más sangrienta de las guerras. Los pájaros, símbolo eterno de la quietud y la fraternidad, cantan, ahora, en los altos pinares. Desde el valle sube un aire de místico reposo. Una esquila, a lo lejos, revela la presencia de corderos. Los firmes pasos de las botas hitlerianas y los verdeoliva uniformes de los soldados nazis han regresado al silencio y al polvo. Ya todo duerme…

Pero ella está despierta. Se asoma tímidamente a la puerta ya la cierra bruscamente cuando nuestro amigo Otto Reinhardt le anuncia que allí está un periodista:

-No quiero nada de ellos- dice-. Yo nada tengo qué agregar a lo ya dicho.

-Y, ¿a quién, lo dijo?- demandó Otto imperturbable.

-El otro día vino un periodista inglés y me acosó a preguntas.

-Nosotros no sabíamos nada y el señor ha venido desde México para verla… y hablarle.

Una bicicleta está recargada sobre la pared increíblemente descascarada. Dos ventanas se abren al lado de la puerta maciza, de tres entrepaños y, encima de nosotros, un balcón corrido muestra las tablas sin pintar, y el barandal enseña las típicas rejas ancladas en forma de pata de mesa de billar muy propias de esta región. Se ve que la señora duda. Pero poco a poco ha ido dejando que la puerta se vaya abriendo, cada vez más y, al final nos ordena que pasemos.

Paula Wolf, que usa el apellido que Hitler usaba en los primeros días de su ascensión al poder, parece una amable abuela, colorada, simpática, con un gran rostro sostenido por macizos huesos. Quien mentalmente compara su cara con aquella que tantas veces se vio en los diarios, encontrará que tiene un gran parecido con su hermano. Usa el apellido Wolf por obvias razones, ya que de otra manera no al dejarían en paz ni un solo momento. La única estancia que dispone contiene el lecho, con un cubrecama limpísimo, pero roto de las esquinas y deshilachado en las puntas. A un lado se mira un guardarropa, macizo, grueso, pero no da idea de estar lleno de prendas de vestir, sino quizá, solamente, de aire y recuerdos. En la otra pared cualquiera podría tropezarse con una vitrina si no anduviese con cuidado. Unos cuantos vasos y una media docena de copas se asoman tras los cristales, pero, también, un retrato. Paula Wolf nota que lo miramos con marcada curiosidad, quizá menos con la que ella nos contempla.

-Es mi madre- nuestra madre, agrega- y es lo único que me queda de familia. Jamás me han dejado tener a la vista un retrato de Adolfo, aun cuando guardo algunos en el fondo de mis baúles. ¿Quiere verlos?

Era natural que quisiéramos verlos, aun cuando no demostramos mayor entusiasmo por el temor de que notase nuestra ansia y entrase en sospechas. Se nota que los enseña a cada paso y a diferentes personas porque las fotografías están gastadas en el margen de cartón que las contiene. Son fotos de Hitler en sus días de gloria. Una de ellas lo muestra altivo y soberbio, con los ojos clavados en los ojos que contemplan su figura. Abajo tiene una dedicatoria en alemán seguida de su firma. Paula Wolf lo mira con inesperada ternura.

-No quieren que lo ponga a la vista de todos- dice sin que nadie le pregunte anda-. Piensan que, todavía, puede armar algún alboroto.

El moblaje tristísimo y pobre se completa con un lavabo, una estufita de terracota y una pequeña cocinita de gas. Sobre la mesa, que llena casi toda la estancia, cubierta con un grueso paño floreado, se mira un pequeño florero y, centímetros más allá, una flamante máquina de escribir y, al lado muchas cuartillas llenas.

-Escribo mis memorias- dice-. Las venderé a una firma norteamericana que me las ha pedido. No es que mi vida particular tenga nada interesante para los demás pero sí la tiene desde el momento en que figuró como hermana de Adolfo Hitler. Son recuerdos personales, puramente objetivos, sin que pueda prodigar en ellos los adjetivos ni las consideraciones personales que seguramente tengo. Esa fue la condición para que me las admitieran, pues de otra manera, el Gobierno no me hubiera dado permiso para escribir, a ningún precio. Debo terminar pronto. Tengo necesidad del dinero que me darán por esas cuartillas. No me lo creerán pero vivo en una gran miseria. A raíz de la caída de Hitler, el nuevo Gobierno incautó todas sus pertenecías y no dejó anda para su familia, yo, en todo caso. Su fortuna personal era enorme y alguna vez me dijo que deseaba que guardase algo, pero siempre me asustó el hacerlo, y jamás acepté. Cuando vivía mensualmente me enviaba 50 mil marcos para mis gastos y en Navidad era 300 mil cuales yo vivía hasta espléndidamente. Pero el paso de la guerra desapareció todo. Mi casa fue allanada y destruido todo lo destruible. No entiendo por qué no morí, pero Dios sabrá por qué me permitió sobrevivir a mi hermano.

Paula Wolf no tiene el tono prepotente, ríspido y chocante, chillón y teatral que tenía la voz de Adolfo Hitler. Habla casi en la orilla de la confidencia. De cuando en cuando vuelve el rostro hacia la puerta. Se nota que tuvo, en alguna ocasión, la sospecha de que alguien escuchaba tras ella. Habla inglés correctamente.

-Lo sé porque mi hermano me costeó los estudios- aclara-. Cuando papá murió él me tomó bajo su protección e hizo, a las mil maravillas, el papel de protector. Recuerdo que él mismo fue quien me llevó a ver la primera ópera que escuché: “Lohengrin”. Me enseñó a leer, ya que leía mucho y también a soñar un poco. Esta era una característica suya. Teníamos poco dinero para viajar y para comprar libros y él gustaba de hacerme narraciones fantásticas sobre países que no conocía sino por los textos de geografía. Después se apasionó por los de Historia y después, también por los de sociología. Predicaba que la injusticia no era clima en el cual pudiese vivir el hombre y ese pensamiento se le desenvolviendo a través de los años. Cuando éramos niños me daba la sensación de su fuerza protegiéndome. Un día un muchacho me ofendió. Fue a buscarlo hasta la escuela, lo individualizó, le echó en la cara su poca hombría y acabó castigándolo mas o menos duramente.

-¿Y usted no previó que su hermano llegaría a los excesos a que arribó?

-No. Y ¿por qué los llama excesos? Él sabía lo que quería y sabía la forma de procurárselo. Pero le ruego que no hablemos de su política ni de su vida en el Gobierno. Todavía confesiones de ese tipo pueden hacerme mal y ya no puedo resistir más daño del que tengo encima.

-¿Cuándo aparecerá su libro?

-Probablemente en la primavera entrante. He tenido que hacer un largo borrador con todos los recursos de la infancia y con todos lo que caen en la juventud de Adolfo Hitler.

He hecho todo un plan y me gusta como se va desenvolviendo. El libro se llamará “Mi hermano, Adolfo Hitler” y constará de unas seiscientas páginas. Espero con ansias el día en que pueda dar fin a esta labor, que me librará un poco de la miseria. Incluirá un buen número de fotografías que milagrosamente he podido salvar del desastre. No quiero defenderlo, aún cuando, como es casi natural siempre se desenvuelva en el aire de la obra, un sentido de piedad y de cariño, pero tampoco quiero denigrarlo porque jamás aceptaría, aun cuando me muriese de hambre, escribir una sola palabra en su contra. El Adolfo Hitler pertenece a otras luces, que deberán enfocar sus acciones, pues yo presentar´, solamente, aquel muchachillo taciturno, que gustaba de las cosas que le cocinaba, que me hizo su confidente en los años de desarrollo y que quería ser ejemplo de muchos jóvenes de sus ciudad. Son muchas anécdotas las que pasarán por las páginas de mi obra. Yo expondré los hechos, solamente, y los demás podrán juzgar a su antojo. Otros podrán estudiar el carácter de mi hermano y en sus fuentes algunos podrán encontrar la razón de algunos de sus actos posteriores. El capítulo de la juventud, de donde parte el sendero de su trayectoria política merecerá especial cuidado. Adolfo Hitler estuvo a punto de no llegar a ser jefe de la nación alemana. Estuvo a punto de morir en sus primero años y esto no se sabe. Todo lo revelaré a su tiempo.

-¿Y su libro alcanzará hasta los días de su muerte?

– Alcanzará. Tengo algunas especiales informaciones al respecto, sobre los cuales me perdona que no hable, ahora, por que adelantaría, inútilmente, el interés de la obra. Hay muchos puntos obscuros que aclararé y diré muchas cosas que no se habían dicho por allí. En verdad que la vida de Adolfo Hitler es riquísima en acontecimientos y lo que se ha escrito sobre él, es, desde luego, enfocándole desde la otra orilla. Yo quisiera conocer, por ejemplo, dos versiones sobre la vida de Tamerlán, pero la historia presenta una sola. Con eso quiero decir que también Hitler tendrá, dentro e cientos de años, un solo punto para los historiadores y esto acontecerá cuando las pasiones se hayan enfriado y cuando los calificativos se hayan reducido e su mera objetividad. Reitero mi deseo de no hacer, en forma alguna, una defensa política de la obra de mi hermano. Esto concierne a otras personas y a ellas dejo este trabajo. Yo me concentraré a exponer muchos hechos y a presentar al hombre en su humana figura, con sus ternezas, con sus furias, con sus reacciones y sus desplantes.

-¿Y ninguna de sus cosas personales le fueron devueltas?

-Sí. Tengo por allí cualquier cosa que guardo celosamente, pero es cosas de nada. Todo lo demás ha pasado, o a la nada o a museos del extranjero o a manos de millonarios que exhiben dichas cosas como su fueran trofeos de caza o algo así por el estilo. Todo lo que le pertenecía se destruyó con él mismo. De cuando en cuando alguien me consigna algún pequeño objeto que le pertenecía, pero eso va siendo raro cada vez. He notado que, ahora, hay todo un mercado de “cosas que pertenecieron al Fuehrer” y lo peor del caso es que muchas no son auténticas. He sabido que son como 15 pistolas las que se presentan de su propiedad y que pasan de los 100 kepíes que se dice usó. Yo quisiera que lo dejaran en paz, pero está visto que no será posible.

-Alguna vez lo visitó cuando Berchstegaden estaba en todo su esplendor?

-Yo conocí “aquello” en los días de gloria. Yo jamás hacía antesala para que me recibiese y siempre lo hacia con un gran cariño. Tenía especial predilección por mí, ya que decía que era yo la que más le recordaba al padre en los gestos y en el rostro. Estuve muchas veces en el bastión de la montaña y alguna vez lo sorprendí en profunda melancolía. Él mismo sufría por la dudas que le acodaban y éstas, sobretodo, fuero su mayor tormento. Muchas de sus decisiones fueron tomadas en los periodos de franca depresión mental y ahora comprendo que debió ser una cosa muy difícil la de mantener, siempre, brillantez y genialidad.

Paula Hitler – que ese es su nombre en rigor-, calló. Sus músculos, animados cuando hablaba, volvieron a tener esa inamovilidad que tanto asustaba en Hitler. Sus ojos, acerados y fríos vieron, un momento, como El Fuehrer solía ver. Pero viendo la pobreza que ahora le rodea una sola consideración se viene a la mente: que son fugitivas y pasajeras todas las glorias de este mundo.

>>Texto extraído del número 165 de la Revista Siempre! publicado el 22 de agosto de 1956<<