Pedro Páramo

Felipe Garrido

Había una vez un niño. Su padre fue asesinado: vio llorar a su madre y a su abuela. Perdieron tierras, dinero, posición. Junto con ellas sufrió la pobreza. Tuvo que ir a pedir favores, en nombre de su madre y de su abuela, con doña Inés Villalpando, la misma que muchos años después, cuando aquel niño era ya un hombre acaudalado y temido, le dio a Abundio el licor con que se emborrachó antes de acuchillar no al cacique, como muchos han creído, sino a Damiana Cisneros, que gritaba “¡Están matando a don Pedro!” —pero eso era lo que ella gritaba, no lo que estaba ocurriendo—. De niño, se refugiaba en el retrete para soñar con su compañera de juegos, que tenía los labios abullonados, irisados de rocío, y ojos de aguamarina. Se convirtió en un rencor vivo. Deseó ser dueño de todo. Las tierras, los pesos, el poder; que lo llamaran don. Creía que tenerlo todo era la única manera de tenerla a ella, a Susana San Juan. Usó todos los medios. Se hizo poderoso —la vocación del poder es dominar—. Se casó con Dolores Preciado para no pagarle lo que le debía y para quedarse con sus tierras. Ordenó la muerte de Bartolomé San Juan, el padre de Susana, para llevarla a vivir a su lado. Mandó ahorcar a Toribio Aldrete para adueñarse de sus tierras. Como no estaba seguro de quién había matado a su padre, acabó con todos los que habían asistido a las bodas de Vilmayo. No tenía opción. Cumplía su destino.

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