Patricia Gutiérrez-Otero

A las y los periodistas mexicanos asesinados por haber optado por su derecho a informar.

Los castigos corporales a delincuentes u opositores forman parte de las civilizaciones como una forma de control social; sobre ello, Michel de Foucault se detuvo en su ya clásico libro Vigilar y castigar. Estas condenas podían ser dolorosas torturas que no acarreaban el fallecimiento de la víctima o torturas que llevaban a la muerte. La cercanía de la Pascua cristiana me hace pensar hoy en ello.

La crucifixión es modo de tortura y ejecución muy antiguo. Quizás se originó en Asiria en el siglo VI a.C., lo retomó Alejandro Magno en el IV a.C., y, posteriormente, fue usado por los romanos, recuérdese el castigo en la sublevación de los esclavos liderados por Espartaco en los años 73-71 a.C. Bajo el imperio romano, tanto hombres como mujeres eran crucificados desnudos, para acentuar aún más la humillación del “infractor”, en diferentes formas de “cruz” y en variadas posiciones, además de que eran sometidos a flagelación. Ya sea usando clavos o amarres, la muerte por crucifixión era particularmente dolorosa, y podía conllevar una larga agonía. Por otra parte, según su Ley, los judíos no la incluían entre las cuatro maneras permitidas de ejecución: estrangulamiento, lapidación, decapitación y fuego.

Sobre lo que me quiero detener aquí no es sobre la crucifixión de Ieshúa, ni si sobre fue salvadora o no, ni sobre ninguna cuestión teológica, sino sobre el acto anterior a la aprehensión. El momento en que un hombre, ese hombre, sabe que será capturado por sus enemigos fácticos, en que puede prever lo que tendrá que vivir si se le condena, a sabiendas de que dadas las circunstancias eso será inevitable. En el miedo que la imaginación humana planta en el cuerpo ante el avecinamiento de un sufrimiento que cualquier organismo vivo trata de evitar; ante el estremecimiento de horror por la convicción casi inmediata de la muerte, y ante la casi certeza humana del fracaso de la misión en ciernes. Es el momento en que ese hombre tiene la posibilidad de escapar (en el caso del nazareno hay que situar que el huerto de Getsemaní se sitúa geográficamente entre Jerusalén y el desierto, un lugar que permite eclipsarse con bastante facilidad).

El desgarramiento del acto de decisión enfrenta a la libertad con su propios demonios, sus sombras, sus dudas, y el hombre —o la mujer— vive una batalla interna que puede llevarlo al límite de la angustia. Es tan fácil renunciar.  Además, ¿realmente sirve de algo tal sacrificio o será vano como el viento que pasa y no deja huella? ¿Merezco este castigo que me arrebata mi cuerpo para volverlo carne sangrante y me sume en el oprobio, el dolor y la muerte? ¿Puedo abrazar la convicción amorosa que me ha guiado hasta este momento crítico?

Así, antes de la crucifixión, pero proyectando su sombra, está la agonía de la decisión de seguir adelante o huir. Una experiencia que algunos seres humanos han vivido en un compromiso adquirido con mayor o menor libertad, y que en la Pascua se muestra de manera nítida y honda en el episodio de la agonía en el huerto de los olivos (Lc 22, 39-45), donde hasta los mejores amigos se quedan dormidos, mientras la cruz, el látigo, los clavos, el desangramiento, la asfixia, la electricidad, el ahogamiento se perfilan en el horizonte inmediato pidiendo la entrega libre en contra del orden dominante.

Además opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés y la Ley de Víctimas, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que se respete la educación, que recuperemos nuestra autonomía alimentaria y nuestra dignidad, que revisemos a fondo los sueños prometeicos del TLC.

@PatGtzOtero

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