Capítulo I

 

1823

Camina bella, como la noche

de climas despejados y de cielos estrellados,

y todo lo mejor de la oscuridad y de la luz

resplandece en su aspecto y en sus ojos,

enriquecida así por esa tierna luz

que el cielo niega al vulgar día.

 

Estas palabras revolotearon en su cabeza como una parvada de gorriones a los que precipitadamente les habían abierto la puerta de su jaula. La niña clavó su mirada en cada letra, saboreando la tinta del libro con sus ojos. Sentía que el verso se confundía con la sangre que galopaba por sus venas ante la sensación de saber que hacía algo prohibido. Su dedo desfiló encima de las palabras sintiendo el tenue relieve y saboreando las coplas como si se tratara de un azucarado pastelillo. Los ojos marrones de la chiquilla se abrieron y su sonrisa fue cubriendo el rostro cual marea que envuelve la orilla. Engulló las palabras que se transmutaban en poesía y descubrió que sabían a pecado, como la mordida de Eva a la manzana que tantas infamias trajo al mundo. Era desobediencia, el mismo pecado que servía de ejemplo en las cátedras de religión que pregonaba su abuela. Un pecado que, si su madre llegase a conocerlo, se convertiría en una hecatombe.

Una sombra de más, un rayo de menos,

hubieran mermado la gracia inefable

que se agita en cada trenza suya de negro brillo,

o ilumina suavemente su rostro,

donde dulces pensamientos expresan

cuán pura, cuán adorable es su morada.

 

Aparecieron más versos de ese pequeño libro de pasta negra ante ella. La pequeña no podía dejar de leer, estaba absorta en la degustación de esas maravillas. Permanecía sentada en la silla de su escritorio, al lado de su gran cama escoltada por capiteles y un ejército de almohadas. En su dormitorio no había nada que la interrumpiera, y si lo hubiera, no importaría, ya que estaba volando por ese poema. Absorta en su lectura, no percibió cómo se abrió la puerta. Ni tampoco percibió las pisadas sigilosas que atravesaron el piso de madera hasta donde permanecía leyendo.

—¡Ada! —se escuchó.

Al resonar esa voz por las paredes, supo que era demasiado tarde. Temblorosa, la pequeña alzó su mirada para confrontar a su madre a sólo un paso de distancia. La niña abrió la boca para mentir y decir que estaba haciendo los deberes encargados por su tutor, pero ningún sonido emergió. Aterrada, sólo miró la figura de su progenitora, que la examinaba con el rostro encolerizado y las manos en las caderas. Anna Isabella Milbanke Byron, Annabella, era una mujer menuda, pero cual perfume concentrado en pequeño frasco, su explosivo carácter podía llenar cualquier espacio al ser destapado. Era todo menos austera. Su sangre noble se imponía en cualquier acto de su vida. Desde la perfecta respiración controlada hasta la elegante ropa de moda al estilo del Imperio. La mano derecha se levantó firmemente, despegándose de su vestido añil con escote ajustado al torso apenas unos centímetros por debajo del busto. La palma se extendió frente a la cara de la chiquilla, quien pudo apreciar la piel de porcelana que las mujeres con sangre azul poseen en Inglaterra. Era la piel de una baronesa, madre devota y estudiosa de las matemáticas. Ésa era la hermosa cobertura pálida de la Princesa de los Paralelogramos, apodo que su antiguo esposo, el afamado poeta y pensador Lord Byron, le había concedido de manera cariñosa en un tiempo en que el amor aún podía recordarse como algo agradable. Para esa mujer, las cosas habían cambiado: no había nada que aborreciera tanto como la idea de que su hija pudiera ser como su padre.

—¿Qué trae entre sus manos, Ada? —interrogó Annabella con su tono de falsete que recordaba a las campanas de la catedral de Winchester.

La niña salió de su perplejidad y colocó de inmediato el pequeño libro de pasta negra al lado, adicionándolo a los volúmenes de geografía, matemáticas y ciencias que esperaban ser estudiados. Su mano regresó a su regazo escondiéndose en uno de los bolsillos del batón a manera de un conejo espantado que retorna a la madriguera.

—Me he limitado a estudiar mis tareas, madre —respondió con voz entrecortada Ada.

La palma de la mano de la mujer no se movió, tampoco desapareció el ceño fruncido. Los ojos irradiaban un mayor fuego del que apenas sobrevivía en la chimenea de la habitación de Ada, a un costado de su escritorio.

—No reconozco esa tapa rústica en cuero negro. Su tamaño delgado no me recuerda a ninguna de las publicaciones de William Frend que estamos estudiando con tanto esmero —dictó con su voz firme la baronesa Annabella.

—Sólo es un ensayo, madre, lo juro —volvió a explicarse la niña, quien se volteó para tomar un par de carboncillos y papel.

—Deseo verlo… Y nunca más vuelva a jurar en vano, que esas palabras invitan a que el demonio sea su cómplice, señorita.

—Estoy lista para la clase. Si lo desea, podemos ir al jardín a revisar mis deberes —trató de desviar el punto de atracción del reproche, tras lo que se levantó con sus enseres escolares y se colocó como disfraz una sonrisa inocente, misma que causó un gesto de asco en su madre.

—No lo repetiré… ¿Qué libro es ése, Ada Augus…? —le preguntó marcialmente la mujer.

Ada notó que su progenitora estaba tan disgustada que casi dejó escapar su segundo nombre: Augusta, recibido en honor a su tía paterna. Pero ese nombre propio permanecería vedado para sus oídos como algo prohibido, ya que remembraba a la familia de su padre.

—No es nada… —indicó, y trató de escaparse por el espacio dejado entre el volumen de la larga falda materna y la pared llena de libros de su recámara.

Algo le cortó el paso y la silenció de golpe: la mano extendida de su madre, que se convirtió en un proyectil directo a su mejilla que se incrustó mientras Ada hablaba. El enorme anillo de oro que el dedo medio portaba rasgó la comisura de sus labios. La sonora cachetada siguió retumbando mientras la sangre salpicaba los libros.

—Es una rebelde… Le he pedido una cosa. Su memoria debe de fallarle, jovencita, pero en esta casa mis órdenes son inquebrantables. Así que no me venga con lloriqueos, que esta penitencia se la ganó por su insolencia —expuso Annabella.

Ada se llevó la mano a su rostro adolorido. Sus labios comenzaron a pintarse de carmesí debido a la herida. Un par de lágrimas se arremolinaron en la parte baja de sus ojos. Mas no hubo llanto ni quejido, sólo la mirada que penetró el anillo que le había causado la herida, donde el escudo de la casa de Noel parecía burlarse de ella.

—El libro, por favor —volvió a pedirlo.

Ada tomó el ejemplar en cuero negro con el llanto contenido, las manos temblorosas y la sangre decorando con pequeñas gotas su vestido. Lo llevó frente a su madre y se lo ofreció, pero un instinto de supervivencia le instó a no soltarlo cuando lo agarró. Por un par de segundos forcejearon ambas por ser las poseedoras del volumen. Con un movimiento rápido, casi imperceptible a los ojos de la pequeña, la madre vio el título de la obra. Su rostro, bello y codiciado por la corte inglesa de Jorge IV, se deformó en una mueca espeluznante de gárgola. Un grito desgarrador cortó el ambiente y el libro golpeó de nuevo el rostro de Ada. Esta vez, el porrazo la derribó al suelo. El llanto no pudo contenerse más y un aullido de dolor explotó con lágrimas que se mezclaban con la sangre.

—¡Hereje! ¡Inmunda! ¿Por qué lo has hecho? —gritó histérica Annabella dando taconazos y moviendo los brazos como una posesa—. ¡La única condición en esta casa ha sido violada por su mente corrompida! ¡No volverá nunca más a visitar a esos inmundos plebeyos! ¡Permanecerá el resto de su vida encerrada en este cuarto! Es una malagradecida, le he dado nombre, estudios y los mejores tutores, pero me hace esto a mí, la que más la ama… —continuó vociferando su madre mientras su rostro permanecía clavado en las duelas del piso tratando de fundirse con éstas para así poder volverse un objeto inanimado que no sólo no sintiera dolor, sino que no sintiera absolutamente nada.

—No… —logró mascullar Ada.

>Fragmento de la novela “Matemáticas para las hadas”, de F. G. Haghenbeck (Grijalbo, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.