Juan Antonio Rosado

Es ultracitada la frase de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Aquí es clara la interrelación mundo-lenguaje, y esa interrelación yace en el fondo del pensamiento. Si invirtiéramos la frase y dijéramos “el límite de mi mundo es el límite de mi lenguaje” sería lo mismo porque ambas entidades (mundo y lenguaje) no pueden existir aisladas ni siquiera en el reino animal, pues los llamados animales “irracionales” también interactúan con otros y con el mundo, incluso de un modo más intenso que muchos humanos capaces de razonar. ¿No está la realidad que me rodea en estrecha relación con la manera en que la nombro? ¿Cuáles son los límites del lenguaje si constantemente se transforma, al igual que el mundo? El adjetivo posesivo “mi” no implica ningún uso privado. Mi mundo es el mundo, y mi lenguaje es el lenguaje. No puede provenir de otro lado. El lenguaje es necesariamente social, colectivo, o sencillamente no es. Sin diálogo o interacción con otro no hay lenguaje. Ni siquiera Joyce, en Finnegans Wake, hizo un lenguaje privado, como lo han demostrado los exégetas de ese libro.

Si todo individuo tiene el deber de reflexionar en torno a la palabra, con mayor razón un escritor, alguien que, usando los sintagmas como materia prima, moldea ideas, sensaciones, imágenes, caracteres, tramas… Lo ideal sería que todo mundo reflexionara sobre esto, pero somos incapaces de saber cómo piensan las especies animales. Creo que la distinción entre mundo humano y mundo animal es pertinente y necesaria. Sin ella no se entendería ni el arte ni el erotismo ni la gastronomía ni ninguna otra forma exclusivamente humana. Bataille lo ha dicho claramente: el erotismo es cultural, sólo humano. El animal humano niega el dato natural y lo transfigura con su razón e imaginación. Afirmar que sólo hay “mundo” es irrelevante, aunque toda acción sea lenguaje. Es claro que las acciones humanas se diferencian de forma abismal de los animales. Los delfines, perros, ardillas, pájaros poseen lenguajes y actúan de distintos modos; eso es indiscutible. Pero sus lenguajes se adecuan a sus necesidades y a sus relaciones con el mundo: sirven para algo; son simplemente útiles y ya. El ser humano es el animal que transforma la sexualidad animal en erotismo, la alimentación animal en gastronomía, el lenguaje útil de los animales en poesía y literatura, los sonidos en música, los movimientos en danza… Es absurdo interpretar que los animales “danzan” o “cantan” o tienen relaciones “eróticas”, de ahí la necesidad, cuando menos en un sentido provisional, de aceptar la separación entre mundo natural y mundo humano.

Volviendo a Wittgenstein, es cierto que el yo existe porque es parte de la gramática, pero ésta no existiría sin el yo, y el yo no existiría jamás sin el prójimo. Una cosa nos lleva a otra, pero siempre, detrás, la interrelación mundo-lenguaje. Me figuro el mundo humano a partir de que lo identifico nombrándolo, y si no puedo nombrarlo, invento palabras para hacerlo. El “mundo” no sólo es lo que nos rodea y desde donde se opera el lacaniano “estadio del espejo”, sino también el mundo interior. Lo que no puedo imaginar, percibir mediante los sentidos o soñar, simplemente no existe. Lo que puedo imaginar, soñar o percibir con los sentidos, puedo también nombrarlo, o tratar de hacerlo. El límite de nuestro lenguaje es el límite de nuestro mundo y viceversa. El solipsismo absoluto es imposible, como lo es la nada.

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