Haruki Murakami

Eve Gil

Intuyo que los lectores de Haruki Murakami (Kyoto, 1949) se dividen en aquellos que lo aman sin reserva y los críticos literarios o hipercríticos que no lo entienden. En lo personal, un 85 por ciento de mí pertenece a la primera categoría. El 15 restante no tiene tanto que ver con mi comprensión de su obra, más bien con la curiosidad que me despiertan tanto su técnica como sus historias, llegando a concluir que, en gran medida, una de las razones por las que los más cuadrados lo detestan es su ausencia de bagaje en cuanto a literatura y cultura japonesa pero, sobre todo, su sedentaria imaginación… y La Imaginación es de los temas nodales del más reciente libro de Murakami, De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets, México, 2017, traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara), cuyo título es una paráfrasis de su entrañable libro de ensayos, De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami se dirige tanto a sus idólatras, como a sus adoradores con reservas —como yo—, a los iniciados en su obra y, naturalmente, a sus detractores. Pese a distinguirse por su renuencia a aparecer en público —aunque, como él mismo señala, a veces no queda de otra— y a su casi legendaria discreción, Murakami se explaya y revela algo que muchos nos hemos preguntado: ¿Qué tan cierto es que este autor, amado en 42 lenguas, no es profeta en su tierra? Sin tapujos, el autor de Tokio blues responde: Cierto, no lo soy. Es, de hecho, de los muy pocos autores japoneses que han emigrado al extranjero por largo tiempo. En Japón, lo sabemos, no existe ese terrible conflicto con la censura oficial que ha provocado un éxodo de escritores y artistas en China, por ejemplo. Lo que llevó a Murakami a alejarse por un tiempo de su país de y permanecer en Estados Unidos, cuando no era reconocido en el extranjero, fue la cerrazón de los críticos y del medio literario en general —que en mucho me recordó la que predomina en México, aunque parezca mentira— para quienes Murakami era “un escritor occidentalizado”, “un friki literario”, “un renegado”. Y el encono persiste: hoy, que arrasa en las mesas de apuestas cada mes de octubre, que es cuando designan al Nobel de Literatura, los críticos japoneses continúan echándole en cara que no haya ganado el prestigiado Premio Akutagawa; incluso existe un ensayo —no traducido a ningún idioma, que se sepa— titulado Por qué Haruki Murakami no ganó el Premio Akutagawa, indicativo del nivel de aversión que Murakami despierta entre sus colegas que se reúnen en el Golden Gai a hacerlo pedazos… y es que la envidia es universal y no respeta ni a los más civilizados y ricos en cultura. Hay que señalar que Murakami se dio a conocer gracias a un premio literario para autores noveles, a la edad de treinta años, con la novela Escucha la canción del viento que escribió sobre su mesa de cocina y él mismo reconoce que sin ese reconocimiento nunca hubiera aspirado a ser un escritor profesional. Pero ni el Nobel le quita el sueño, afirma incluso que preferiría no ganarlo pues no tolera la idea de vestirse de etiqueta y presentarse ante un gran público para dar un discurso.

Se refiere concretamente a Jorge Luis Borges, y a nadie más, cuando señala que grandes autores que han impactado enormemente en la literatura universal, jamás han accedido al citado galardón, ni lo han necesitado para conquistar al gran público.

Murakami no niega que la literatura occidental ha calado mucho más hondo en él que la japonesa, en especial la rusa y la estadounidense. La lista de autores occidentales a los que alude es interminable, mientras que son sólo dos los autores japoneses a los que se refiere con admiración: Natsume Soseki (1867-1916), y el otro Murakami, Ryu (1959), con quien no tiene ningún parentesco y podría, incluso, ser su perfecta antítesis. El único escritor al que se refiere como un amigo personal es el estadounidense John Irving. Esta afirmación me desconcertó pues tras leer a docenas de autores japoneses —que quizá no hubieran despertado mi interés si antes no me topo con el propio Murakami— siempre consideré que ninguno era más japonés en esencia que Murakami. Japón es una nación muy abierta a manifestaciones artísticas extranjeras; es una cultura que tiene el extraordinario don “traducir”, más que asimilar, culturas extranjeras, como claramente se refleja en el manga y el anime —¿alguien ha visto Hetalia?—; que lo antijaponés, en estos tiempos, no es un autor lleno de referentes extranjeros, sino uno que hace de su tradición y cultura epicentro de su obra, como Mishima o Kawabata, que son extraordinarios, pero pertenecen a un Japón radicalmente distinto al actual. Pues los críticos literarios japoneses piensan lo contrario y han expulsado de su canon al “occidentalizado” Murakami… ¿es que acaso la cerrazón de la crítica literaria es viral?

En De qué hablo cuando hablo de escribir Murakami revela al detalle el proceso de creación de cada una de sus novelas, lo que cada una de ellas significó en su carrera, la recepción desigual que tuvieron en diversos países y lenguas… pero lo insólito es su generosidad al revelar los más íntimos secretos de un cocina literaria, es decir, cómo ha construido la inconfundible “estética Murakami” que, si bien, ha variado ligeramente en algunos libros por exigencias de la historia o del género —como la crónica Underground, donde narra los hechos acaecidos el 20 de marzo de 1995, durante el atentado perpetrado por una secta budista con gas sarín (conocida hoy como “Aleph”) en el metro de Tokio, o la más realista de sus novelas, Los años de peregrinación del chico sin color—, básicamente es la misma, es original —otro asunto abordado a profundidad en el presente libro— y es sólo suya.

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