El asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas, fundador del semanario sinaloense RíoDoce, activó el sismógrafo político de Los Pinos.

La razón es obvia. Javier Valdez se convirtió en el séptimo periodista asesinado en este año. Detrás de él —de 2012 a la fecha— hay, según algunas fuentes, más de 30 reporteros acribillados, desaparecidos, cercenados. La peor parte de la historia es que todos y cada uno de esos crímenes han quedado sin castigo.

Para el mundo, México es hoy uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo; tanto como Irak o Siria, y el primero de América Latina.

Permitir el asesinato de periodistas es lo peor que le puede ocurrir a un gobierno que se define a sí mismo como democrático.

Ejercer la libertad de expresión bajo cualquier tipo de amenaza desprestigia a un régimen y lo coloca ante los ojos de la modernidad como autoritario y represor.

En el caso mexicano, los móviles de esos atentados están relacionados, fundamentalmente, con el narcotráfico. No son políticos, pero, la consecuencia, el efecto, es el mismo.

El hecho de que, delito tras delito, permanezcan en la impunidad deja ver las instituciones ya como cómplices, ya como impotentes ante el poder de los cárteles.

Pero, el asesinato de periodistas en México también tiene otra cara de la moneda. De esa otra cara también debemos hablar y hay que hacerlo con honestidad si queremos ejercer la profesión bajo condiciones de mayor seguridad y devolver al periodismo el prestigio que —como la política— también necesita.

El gobierno hará lo que le toca hacer —como lo anunció el presidente de la república— para garantizar el ejercicio pleno de la libertad de prensa, pero y ¿nosotros? ¿Qué nos toca hacer a nosotros?

Evitar que más periodistas caigan bajo las balas del narcotráfico exige un mínimo de responsabilidad compartida, porque ni todos los que dicen ser periodistas lo son, y otros, más que ejercer el periodismo, se amparan en él para relacionarse con el crimen y no ser investigados.

Para decirlo de una vez y sin tapujos: los periodistas no somos inmunes y no estamos vacunados contra la corrupción. Tan hay narcopolíticos, como existen narcocomunicadores.

Así que esta crisis de inseguridad debería servir para que los medios de comunicación hagan dos cosas: crear un padrón nacional donde puedan inscribirse todos aquellos periodistas dedicados a cubrir crimen organizado, con el requisito estricto de estar profesionalmente avalados por el medio de comunicación al que pertenecen, y diseñar —con la ayuda de especialistas— protocolos y códigos de conducta para cubrir una guerra que nada tiene de convencional.

Y nada tiene de convencional porque la cobertura del narcotráfico es diferente a reportear un conflicto armado entre países. En este último caso, las naciones y sus ejércitos están obligados a sujetarse a la Convención de Ginebra para proteger a los periodistas y medios de comunicación acreditados.

Pero, para la actividad ilícita, no existen ejércitos institucionales ni convenios o protocolos que valgan. La seguridad de los comunicadores e informadores corresponde, sin duda, al Estado, pero también, de manera paralela, al mismo gremio.

¿Qué hacer? Los medios, generalmente divididos y en competencia, tienen que organizarse solidariamente con un objetivo vital: proteger la seguridad de sus trabajadores.

Hay asuntos clave que necesitan discutirse con apertura, transparencia y franqueza. ¿Hasta dónde una fuente de información termina por sentirse traicionada cuando se publica algo que beneficia al otro cártel, grupo o líder?

¿Un reportero, columnista o conductor de noticias llega a aceptar protección, dinero, favores de un grupo delictivo?

¿Cuáles deberían considerarse como fuentes de información seguras —para la vida del periodista— y cuáles no?

Como bien señalan algunos protocolos en países con experiencia de guerra civil: el gremio no ha sido formado en una cultura para resguardar su seguridad. Desconoce las reglas que rigen la vida interior de los cárteles y, cuando se atreve a jugar con ellas, a burlarlas o menospreciarlas, el periodista termina muerto.

Reclamar, denunciar, ¡exigir justicia! al gobierno es legítimo, pero en las circunstancias actuales los periodistas estamos obligados a dar un paso más: a aceptar la otra parte de la historia y a tomar medidas para dejar de ser autores de nuestra propia tragedia.

@pagesbeatriz

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