Juan Antonio Rosado
Desde hace ya mucho tiempo (en algunas manifestaciones, desde el siglo XIX), México logró ya su independencia cultural, a pesar de que sigan proliferando mentes colonizadas y cultura enlatada. Lo cierto es que hay una gran cantidad de obras maestras y fenómenos culturales de gran relevancia y calidad con los que, desde el exterior, se identifica al país, y aunque esto último no ocurra siempre, existen identidades culturales (en plural) que son propias, al mismo tiempo nacionales y universales, como lo deseó, para América Latina, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias en un texto de 1931: un arte a la vez nacional y universal. En otra ocasión me ocupé sobre un supuesto canon literario mexicano. No es momento ahora de volver al tema, sino sólo anotar que, si bien el país ha logrado conquistar su independencia literaria y artística, no ocurre lo mismo en los ámbitos político y económico. Los sucesivos gobiernos y políticos no han sabido ir más allá de las palabras ni tampoco, en términos generales, lo han deseado, a menudo para no comprometer sus intereses personales, sus propios negocios, su riqueza individual o las promesas de esa riqueza.
Desde la “independencia política” de esta nación, en 1821, no hemos dejado de pasar de un estado semicolonial a uno neocolonial: de semicolonia a neocolonia en lo económico y lo político, a menudo por el miedo de no ser reconocidos sobre todo por el vecino del norte, lo que implica una discapacidad inherente de explotar, desarrollar e incrementar las propias riquezas. Lo patético emerge de inmediato, en particular porque resalta la ambición desmedida de individualidades en el poder, y no de un poder que represente a la colectividad en su geografía e historia. Ignacio Manuel Altamirano, quien siempre propugnó todo tipo de independencia, escribió: “Para que la tiranía pueda vivir, necesita embrutecer a los gobernados. Esta es la regla general”.
De tal modo, los gobernados, incluidos empresarios e industriales con toda su riqueza, desconfían sistemáticamente del propio país y de su capacidad para llegar a la madurez económica y política. No pueden concebirlo sin ser dependiente o, por lo menos, no tan dependiente, ya que la independencia absoluta es imposible: una nación se oxigena gracias al diálogo con el otro, con la exterioridad. Sin embargo, una cosa es el diálogo y otra la sumisión, la subordinación.
Dijo Eduardo Galeano que en el nuevo orden mundial, “los burócratas se hacen empresarios y los censores se vuelven campeones de la libertad de expresión”.
A partir de esta premisa, es fácil entender por qué el estado neocolonial y la sumisión al poder extranjero se exacerban cada vez más en una neocolonia. El funcionario sólo piensa en sus empresas personales; el político, en enriquecerse; el burócrata, en el futuro de su familia. ¿Dónde están los gobernados? Embrutecidos con argumentación persuasiva, sea a través de imágenes, publicidad o discursos rimbombantes y mentirosos. También Galeano escribió: “Para obligar a los adultos a pensar derechamente, las dictaduras militares usan terapias de sangre y fuego, y las democracias, la televisión”. Sin embargo, ambos recursos ya son también empleados por las llamadas “democracias”, a las que les vendría mejor el nombre de “corporatocracias” o “corporocracias”, el gobierno de las grandes corporaciones, a las que el Estado (ahora meramente policiaco o militar) ha transferido. Los genocidios, aunque sigan existiendo como tales, ahora son cotidianos de modo paulatino, a base de inflaciones, aumento de impuestos, subdesarrollo industrial y todo tipo de “reforma” atenida sólo a números y estadísticas en pro de dichas corporaciones. Los Estados totalitarios van quedando atrás, y la política es ya un reality show.


