EL ASTROLABIO

Era el último día de mi estancia en Nueva York. Un airecillo fresco me daba en la cara y ráfagas de ocre y rojo pintaban el otoño sobre las hojas de los árboles. Subida en el segundo piso del camión descapotable que paseaba turistas por la ciudad, observaba a la gente caminar de prisa por las calles, cuando el sonido de un timbre me sobresaltó. Llegábamos a la Zona Cero y el monumental hueco entre los edificios parecía caer del cielo como una tromba.

Hacía siete años, en el aeropuerto de la Ciudad de México, a punto de tomar el vuelo que me llevaría a Egipto, miraba atónita las explosiones en las pantallas de televisión, los pedazos de metal que se desprendían de las torres, la gente cayendo. De golpe, el momento del atentado volvía como si estuviera sucediendo en ese instante y se encadenaba sin remedio a mis experiencias en aquel lejano país.

Ahí estaba de nuevo, acompañada por el Representante de las Antigüedades, o por los ayudantes, como en un espejismo, distorsionados todos entre dunas de arena y el calor abrasador. Ahí también estaba Alí, el mayordomo de la casa donde me había hospedado. Solemne, se retiraba sin darme la espalda. O mi imagen leyendo el diario de Lydia que había encontrado en la biblioteca, en el que hablaba de su padre, Emmanuel Mizrachi, último Pachá judío en esas tierras, o de Lea, su madre. Al volver, me había jurado olvidarla.

Una avalancha de retratos inconexos se sucedía con enorme rapidez: portafolios llevados por hombres vestidos de negro, la mirada recelosa de los jardineros, un halcón parado en la rama del árbol más alto, la maceta de bronce en el comedor grabada de historias bélicas, un avión que pasaba volando bajo, el horror de la boca que se abría, macabra, a través del velo de las cortinas…

Aunque no había pensado bajarme del autobús, tomé la bolsa de juguetes que había comprado para mi hijo y descendí la escalerilla como una autómata. Había trabajadores manejando grúas, nubes de polvo que no dejaban ver a escasos metros de frente, el eco de los gritos que se lanzaban unos a otros. En una calle cercana distinguí lo que parecía ser un café. Al acercarme, las voces se convirtieron en un lejano chirriar de tranvías, en gritos de voceadores, en tacones de mujeres que llevan abrigos y sombreros. Pero la impresión se disipó al encontrarme frente a una vitrina empolvada que mostraba figuras de Lalique y porcelanas Capo di Monte. No se trataba de un café. Me sorprendió ese tipo de negocio tan cerca de la construcción. ¿Qué tipo de clientes caerían por ahí?

Dudé en entrar, pero aún faltaban veinte minutos para que volviera el autobús. Cuando empujé la puerta, un viejo de mirada engrandecida por las gafas me revisó de arriba abajo. Más que un anticuario, parecía un enorme búho en cautiverio al que le hubieran dado la encomienda de vigilar el sitio, así que avancé despacio, cuidando de no tocar ninguno de sus tesoros: estatuas de mármol, relojes, gobelinos, huevos de Fabergé, enormes candelabros que extendían sus tentáculos como si quisieran alcanzarme.

Al fondo del pasillo, entre un par de esclavos negros de tamaño natural que cargaban sendas antorchas, vi de improviso algo muy extraño. Al acercarme, la voz del viejo retumbó en el recinto: Astrolabe, thirteen century. Era un objeto increíble, lleno de lunas por todos lados, símbolos incomprensibles, números, dibujos, curvaturas, y el bronce que resaltaba sus formas y bajorrelieves. Algo había leído sobre los astrolabios. Se habían utilizado para medir la posición de las estrellas y, aún hoy en día, podíamos sorprendernos de su precisión. Por medio de agujas o discos que se movían manualmente apuntaban a la estrella elegida, determinando la hora local a partir de la latitud, o la latitud a partir de la hora local. Como dato curioso, los marineros musulmanes que surcaban el mediterráneo —de quienes provenía el aparato originalmente— lo habían utilizado para calcular el momento del rezo y la dirección de la Meca. Creí reconocer algunos signos. Sab’a, ¡eso era!, había identificado el siete. ¿Cuánto costaría? ¡Debía ser carísimo!

Al verme tan interesada, el anticuario se levantó de su silla arrastrando una pierna como un vetusto animal de zoológico que apenas pudiera moverse. Lo mejor era salir de la tienda de inmediato. Tenía sólo diez minutos para llegar a la esquina. Esta vez evitaría la Zona Cero. El pasado debería quedarse en su sitio. Pero el viejo avanzaba, visiblemente molesto, por su maltrecha extremidad, por mi presencia, no sabría distinguirlo. Cada vez más cercano el movimiento de sus pasos dispares, el esfuerzo titánico que hacía para cargar su dolosa humanidad.

Sin pensarlo, giré la aguja del astrolabio y un ruido de estática que creció como un remolino apagó el mundo.

UNA RECÁMARA DESCONOCIDA

Al abrir los ojos, veo un cuarto oscuro de techos muy altos. A mi lado, alguien que duerme cubierto de pies a cabeza. No sé dónde estoy y me siento ligera, mucho menos pesada que otras noches en que, sin poder dormir, doy vueltas entre las sábanas tan consciente de mis huesos y de mi carne. Hace calor y siento el impulso de levantarme. Si esto es un sueño, es uno muy extraño, en el que me doy cuenta de lo que hago y la certeza parece prolongarse. Sabía de sueños en los que si se decidía volar, se volaba, o en caso de peligro, se desaparecía al perseguidor o al asesino. Sueños lúcidos, así se llamaban, pero yo no tenía ninguna experiencia en tales destrezas, y era poco probable que, de la noche a la mañana, eso hubiera cambiado.

Como sea, decido levantarme sin hacer ruido para no despertar al durmiente que tengo cerca. Me vuelve a sorprender mi ligereza. Cinco kilos, por lo menos, eso parecía que me habían quitado de encima. Hago el intento de mirarme, pero sólo veo un largo camisón de franela, con dibujos esparcidos aquí y allá. Al abrir la ventana, con una luna llena, me recuerdo girando la aguja del astrolabio, con la bolsa de la juguetería a mi lado y el anticuario acercándose desde su rincón. ¿Dónde había quedado todo eso? ¿Qué hacía en esa habitación? ¿Quién era el bulto que yacía en la cama?

Escucho el canto de un pájaro. En poco tiempo empezará a salir el sol… ¿Pero qué estaba pensando? Los sueños eran surrealistas, poco lineales, y este cuarto oscuro de techos altos tenía más tintes de realidad, mientras la imagen del astrolabio y de la casa de antigüedades, de sueño. Aunque pensar así era el más grande de los absurdos. Estaba en Nueva York. Era mi último día en la ciudad. Me había subido a un autobús descapotable que paseaba turistas y había descendido en una de las paradas. Caminaba hacia un lugar que pensé era una coffee shop…

Pero sigo parada en el mismo balcón, con la misma gran luna encima de mi cabeza. Aguzo el oído. Uno, dos, tres pájaros. Diferentes trinos. Las tonalidades en el cielo también cambian, del gris oxford al gris perla, del gris perla al blanco ostión. Amanece, sí, en el sueño, o en el no sueño, y mientras suceda lo que tenga que suceder, doy media vuelta. En una esquina, veo un baúl de viaje. Encima, una bolsa de mano. El baúl tiene el aspecto de esas maletas de antaño, con cintos que lo atraviesan y herrajes que hacen las veces de candados. La bolsa es un saco tipo bandolera. Lo primero que encuentro al abrirla es un pasaporte azul. Norteamericano. En la primera hoja, una foto mía de hace muchos años que no había visto nunca. A la derecha, un nombre y una fecha: Ana Mizrachi, 1950.

No entiendo nada, absolutamente nada, y lo único que se me ocurre es correr al baño a mirarme al espejo.

>Fragmento de la novela “La mujer que brotó de la tierra”, de Maries Ayala (Plaza Janés, Marzo 2017). Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.