Raúl Renán
Daniel Téllez
Poeta, escritor de cuentos breves e inusitados, minificciones y epigramas, editor, narrador, maestro, coordinador de talleres literarios y promotor de vastas generaciones de poetas y colecciones sui generis en el panorama de las letras mexicanas, Raúl Renán (Mérida, Yucatán, 1928) nos entrega ahora Piedras del adivino, plaquette editado dentro de la colección “Fervores” de Parentalia Ediciones.
Esta estancia renaniana, que se suma a títulos entrañables como Catulinarias y Sáficas, Viajero en sí mismo, De las queridas cosas, Los silencios de Homero, Parentescos, Educación de la línea, Emérita, Gramática Fantástica, Mi nombre en juego, Rostros de ese reino, entre otros, forja un frescor desde la usanza diaria de los años vividos, su Parentalia encarnada en los rostros de sus nietos, como un deber santo —del poeta— de honrar su advenimiento y estirpe, además de la intriga experimental en ese organismo vivo de palabras que es el poema.
El poeta concibe todos los sustentos dables que la vida le ha puesto a sus 88 cumplidos hace un año, a través de un poema de largo aliento leído en la Casa del poeta jerezano Ramón López Velarde, “Oración del ocho celebratorio”, a manera de elegía para sí mismo, asimilación entre los surcos de la escritura y de la vida, en comunión total. Dice el poeta: “Son ocho décadas más siete años/ desatados los que caben/ en este zurrón agujerado/ nativo de 1928”.
Testimonio de vida en el recuerdo, el poeta atribuye a este poema un diálogo particular, sostenido en la reciprocidad entre los hechos, las edades, los quebrantos, las arrugas, el calendario, “la abundantía” ida y lo que se extinga en la garganta, y la interpretación que al lector se le revela —y contagia— como gozo común en la liturgia de la vida: “8 x 8 x 8 reza a coro la oración celebratoria,/ y yo me sigo de largo:/ 8 x 8 x 8 x 8 hasta el fin/ de los siglos… himen”.
Correspondencias de trazos y de fábulas que se actualizan en un mismo compás, Renán reescribe los dictados de su infancia y las de sus nietos que son la infancia de su mirada. Tensa el ceño el poeta e interviene el carácter y libera los aconteceres de sus descendientes, líneas del adivino que predice el suceso que anuncia en poemas que son cantos. Ana: “Cuida que tu estirpe se allegue a tus vestigios./ Será lo más noble que despliega la razón humana, Ana”. Emilio: “Te espera la caída de las hojas/ y el retoño del sol con margaritas/ yo espero que las hojas/ no sean vidas arrancadas/ y el sol no sea fuego con granadas”. Helena: “Te llamas como la heroína de Troya. De mi lectura dilecta: Helena. Llena eres de visiones figuradas con líneas y tintes. Pintes en tu ruta tus predilecciones”. Andrés: “Los niños como tú/ crecerán a golpe de calcetín/ y ganarán siempre,/ porque tú no naciste para perder/ díganlo los triunfos de tu coraje”. Y Joaquín Rodrigo, que “está llamado a matar lo/ inservible del mar humano/ y en hilar huellas de peces captores de vida”, emparentado, desde “su sensibilidad de niño grande” porque “Es el mayor pez de todos/ el que ha hecho suyo el naufragio lo mismo que/ Moby Dick”, con el genio del Marqués de los Jardines de Aranjuez que, a los tres años, la pérdida parcial de la vista lo puso en los caminos de la música. Florea así su miramiento del poeta, su tono íntimo y familiar, su profunda resonancia humana, la purificación.
En “Poema del poema” el poeta avista un continente de la disposición gráfica y sonora de las palabras; zarandea el significante del verso, la palabra y el encabalgamiento y “bajo el dictado de las palabras, sus leyes y sus accidentes” parafraseando al mismo Renán, la voluntad de este poema, como todo aquel que habita dentro del poema, se transforma y su dictum a ellas pertenece: “El poema/ mira/ por todos/ lados/ con sus/ ojos de mosca/ y no caben/ en sí/ sus visiones./ Estoy de él/ cubierto/ por su saliva/ y tatuado/ por todos/ sus versos,/ así me miran/ los que leen”. Esta convicción, transmitida a su obra, encuentra al poeta perpetuamente en contramarea, contrarío, contrario a la corriente, deshacedor de formas hasta la experimentación de lo nuevo.
En “Piedras del adivino”, “Muestrario del otoño” y “Danza al dios Tezcatlipoca”, Renán se dispersa y multiplica en los espacios tridimensionales del tiempo. Artificios que se truecan en frisos y en una aspiración ferviente por la vida. Sentimiento ascendente y descendente en el umbral del otoño, donde vierte experiencia directa en busca de sí mismo.
Escribe el poeta: “Las pisadas/ sobre el tapete/ de otoño/ deshojan el sendero/ que nos llena de oro/ los pies”.
El poema es bitácora del mundo y de los años por vivir, comulga el poeta con la bienaventuranza del fruto prohibido que “se muestra verdadero/ con su infinitivo ardor/ y su plus cuan imperfecto amor”. El gozo de la contemplación le es dado al poeta como hacedor vertical del universo y ser omnipresente. En su cosmogonía particular pide a los guerreros-dioses “ceder su fuego para el combate”, ser el sacrificado para permanecer: “En ti encomiendo/ mi brazo a la tormenta”, escribe al final. Señor del lado norte del universo, Tezcatlipoca fue considerado “el mancebo de la eterna juventud”, el poeta meridense lo sabe y por ello se despliega con un nombre distinto, sigilosamente joven por siempre y niño a veces, como anotó Rubén Bonifaz Nuño. Sufre, al final de la transfiguración de su todo, como la palabra, para perdurar, pero en su poesía “todo está a la vista/ como el expendio/ de los vegetales/ que el genio/ de las mil manos/ prodiga”.
Celebremos estas piedras del virtuosismo renaniano que llegan a nuestras manos gracias a Miguel Ángel de la Calleja, profesor universitario, editor y agudo lector de la poesía. También la amistad de un cuarto de siglo que me une a Raúl y la posibilidad de leerlo siempre, ora en la comida, ora en el café, en un libro, en una cuarta de forros, en múltiples espacios y como un aqueo más exhortarlo por 89 años más: “¡Eh Rauliteo, domador de palabras!, bebe conmigo”.
Raúl Renán, Piedras del adivino. Parentalia Ediciones, México, 2016.