A sangre y fuego: muertos, desaparecidos, secuestros

Mireille Roccatti

La violencia en algunas zonas o regiones de nuestro país ha sido históricamente una constante; en el último medio siglo, la asociada con actividades delictivas, o especialmente de narcotráfico, tomó carta de naturalización en, por ejemplo: Guerrero y Michoacán. O en el denominado triángulo de oro: Sinaloa, Durango y Chihuahua.

Más recientemente, obviando algunas oleadas de violencia caracterizadas por secuestros, a partir de 2000 y concretamente desde finales del malhadado sexenio foxista, esto es, 2006, creció descontroladamente la vinculada al narcotráfico por el pleito entre organizaciones delictivas por el control territorial en esos momentos del tránsito  de drogas hacia Estados Unidos.

La evolución del mapa de control territorial, los cambios de demanda de los adictos hacia las drogas sintéticas aparejados con la disminución de los flujos de cocaína y la obturación de su entrada por México, aunados a otros fenómenos, propicio que las bandas criminales buscaran otras actividades, como: secuestro, extorsióncobro de piso, principalmente.

La demencial ocurrencia del calderonato de iniciar una “guerra, así denominada por el mismo Ejecutivo federal, la que se inició basada en el voluntarismo y montada en puras ocurrencias circunstanciales que se modificaban en cada coyuntura, únicamente dio como resultado un baño de sangre que afectó todo el territorio nacional con cientos de miles de muertos, desplazados y huérfanos.

Lo más grave es que para librar su “guerra” se recurrió al Ejército y la Marina, contraviniendo el texto constitucional, pese a que desde entonces varias voces advertimos sobre esa inconsecuencia, y los nefastos resultados que tendría para nuestras fuerzas armadas. Hoy testimoniamos cómo se les ha perdido el respeto, siguen teniendo bajas, han sido permeadas por el poder corrupto del dinero sucio, algunos de sus elementos han violado gravemente derechos humanos, y, lo peor, el problema lejos de resolverse se ha agravado.

Los resultados que nadie puede negar, ni con la más florida retorica, es que creció la violencia, se dispararon los índices de homicidios y los de los delitos de alto impacto. Se continuó sembrando y comercializando marihuana y amapola, continuó el trasiego de otras sustancias y las organizaciones delictivas fortalecieron otras actividades que tenían tiempo de realizarse, como el robo de gasolina en los ductos de Pemex.

La segunda alternancia en el marco de nuestra inacabada transición democrática, permitió el regreso al gobierno del PRI. La política pública en materia de seguridad no tuvo cambios sustanciales, aunque una mejor organización y coordinación entre los ámbitos de gobierno y algunas acciones en materia de prevención del delito y de las adicciones lograron atemperar, detener el crecimiento e incluso revertir en algunos casos la incidencia delictiva.

En las últimas semanas, los ciudadanos hemos testimoniado un irracional crecimiento de los hechos violentos que lastiman y dañan el tejido social e interrumpen la armónica convivencia social. Han regresado en algunos estados y regiones las disputas a sangre y fuego entre las bandas delictivas por el control territorial, en consecuencia, crecen el número de muertos y desaparecidos, los secuestros y, por si hiciera falta, los periodistas están siendo ultimados con total impunidad.

A contracorriente, seguimos sosteniendo que debemos construir una hoja de ruta para el regreso a los cuarteles del Ejército y la Marina. Se tiene que expedir una Ley de Seguridad Interior. Y a partir de una evaluación seria, responsable, serena e informada, modificar la política publica en materia de seguridad. México, ni merece, ni necesita la violencia demencial que sufre.

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