I

Advertida en una primera instancia, El complot mongol (Editorial Joaquín Mortiz, México 1969), la novela de Rafael Bernal, es una especie de sitio de reunión entre Eric Ambler y Federico Gamboa. Del primer, intenta derivar la atmósfera irreal, el ritmo seriado de la pesadilla, el background internacional (Hay incluso una alusión directa a Ambler: Graves, el agente de la FBI recuerda haber matado en Constantinopla a Dinitrios, un levantino que vivía para traicionar. ¿Recuerdan A Coffin por Dinitrios? La película incluía a Peter Lorre, Sidney Greenstreet y Zachary Scott). En cuanto a Gamboa, Bernal invoca el tono reiterativo y naturalista del personaje central, su existencia miserable y monótona, su calidad de versión pistoleril de Santa (cuando mata, casi se escucha la música de Agustín Lara).

En una segunda instancia, la ambición de Bernal es más sutil: disfrazar un género, dar – las palabras serían suyas- gato por liebre. Con el pretexto de confeccionar una novela policial, se estará escribiendo la obra límite de la Novela de la Revolución Mexicana. El proyecto recuerda a su manera, el western hollywoodense de los últimos años: cansados y viejos, los pistoleros invencibles advierten la liquidación de su mundo en el momento en que reiteran la última validez de su puntería. Rafael Bernal no será Sam Peckinpah, más la actitud es similar. Filiberto García el héroe anti-héroe de El Complot Mongol, tiene sesenta años, “estuvo en la Revolución con el general Marchena y luego, después de aquel incidente con la mujer, ingresó en la policía del Estado de San Luis. Cuando el general Cedillo se levantó en armas, usted estuvo en contra. Ayudó al Gobierno Federal en el asunto de Tabasco y en algunas otras cosas. Ha trabajado bien en la limpieza de la frontera y su labor fue buena cuando los cubanos pusieron cuartel secreto”.

 

II

El secreto del pistolero: los hombres de la Bola se vuelven los guardaespaldas del Caudillo y terminan su vida como matones anticastristas. La Revolución Mexicana se extingue en el respeto a las leyes y el asesinato a mansalva que el “sacralismo legal” consiente. Demetrio Macías dispone de media hora semanal en el Canal 2; Ixca Cienfuegos deviene en Mannix o Peter Gunn. La analogía es interminable. Y, de paso, es falsa. Porque Rafael Bernal, pese a sus magnificas ambiciones, ha fallado en la empresa: El complot mongol no es la versión drásticamente paródica de Los de Abajo o las Memorias de Pancho Villa. Un matón de tercera, viejo y resentido, puede ser el desenlace inevitable de los Leones de San Pablo (Vámonos Pancho Villa). Pero cuando el cura y el barbero que van a enfatizar la inexistencia de Dulcinea y la liquidación de Amadís, resultan ser un espía soviético y un agente de J. Edgar Hoover, la sátira de la Revolución Mexicana se diluye en un falso laberinto, donde el lector capta las señales de Ian Fleming o Carter Brown, nunca los ecos de Mariano Azuela o Rafael F. Muñoz.

Las causas del fracaso son evidentes: el género híbrido suele nacer muerto. Filiberto García, el matón sexagenario, debe impedir un atentado maoísta contra la vida del Presidente de los Estados Unidos que visitará México. Acude al Barrio Chino (la calle de Dolores), se enamora de una mesera, sufre un primer atentado, se pone en contacto con un soviético y un norteamericano (derivados en otro robo cinematográfico más de The Russians are coming o The President´s Analyst), mata y ve morir advierte que la vida de todo espía en una metáfora chestertoniana, se entera de un complot para asesinar al Presidente de México, descubre un complot chino para liberar a Cuba de Rusia, ve morir a su amada en la mejor tradición óptica de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Mickey Spillane, toma justicia por propia mano  (otra vez la frase sería de Bernal) y termina emborrachándose como personaje de Suprema Ley. El cinemascope desemboca en el grabado de Raúl Anguiano; Filiberto García no es la ironía terrible a propósito del envejecimiento de una revolución. Es la inhabilidad para reproducir la atmósfera torturante del thriller en nuestro medio. Y la pregunta surge: ¿cuál es el caso de reseñar un libro evidentemente malogrado como este de Rafael Bernal? En primer lugar, advertir que la actitud literaria de Bernal es sumamente profesional, y en segundo lugar, porque El Complot Mongol además de ser muy legible, confirma y ratifica varios juicios y nulifica varios espejismos.

 

III

¡Cómo hemos soñado con la incursión del thriller en nuestras tierras, tan románticas y tan poco conocidas como tales! Siempre imaginamos películas gloriosas: un hombre cruza el lobby del Hotel del Prado en medio de la algarabía de turistas que acosan el mural como producto del fervor religioso del pintor Rivera, meses antes de que ingresara al convento. En ese momento el hombre furtivo cae al suelo. La cámara se regodea mostrando el puñal liquidador. Gritos y alarmas entre los turistas. Un hombre de mirada dura, gabardina y cigarrillo en las comisuras de los labios, se abre paso entre los curiosos. Examina el cadáver y sin que nadie lo note, recoge un botón dorado. Se aleja y en ese momento el administrador del hotel reconoce el cadáver: es Lupingo Mondongo, el secretario de Estado de Mauna-Loa, el hermano país de Sudáfrica. La cámara se muda ahora de sitio de espionaje y nos muestra el engabardinado en el trance de abandonar una lúgubre casa de apartamentos en la Colonia Roma.

Se dirige al último piso y de certero punta pie abre la puerta de un departamento. Encuentra una habitación revuelta, propaganda política del Partido Antiimposicionista de Mauna-Loa y un cadáver con orificios en la frente. El gabardinero murmura: ¡Llegué tarde! Todas las siguientes secuencias serían peligrosas pero capitalinas: al Primer Ministro de Bucolandia lo secuestran en una chinampa xochimilquense y lo matan con una cerbatana guaraní, no sin que antes logre comunicarle al gabardinófilo los pormenores de la conspiración. Habrá un duelo de esgrima en pleno Castillo de Chapultepec con las espadas de Maximiliano; se produciría una persecución nocturna en el Museo de Antropología con epílogo a los pies de Tláloc; todo tipo de mensajes se entregarían en cafés de la Zona Rosa; y el final apoteótico sería, evidentemente en San Ángel, en una mansión colonial. Sería un gran film o una excelente novela o una dramática tevesieria o una superbondiana conversación. Pero en México, pese a los intentos prolongados de Rafael Bernal, no hay siquiera novela policial y mucho menos la emoción literaria del espionaje. El único suspense es el derivado de la autoconciencia. ¿Lograría Demetrio Macías darse cuenta de su papel de imagen de la Revolución Traicionada? ¿Entenderá Pedro Páramo que Comala es un pueblo y es un país y es la conciencia humana? ¿Podrán los personajes de “Indio” Fernández darse cuenta de que son tan pintorescos pero no tan humanos como la tarjeta postal? Esas son las únicas interrogaciones hitchcockianas a que nos vemos emplazados. Y lo demás de nuestra vida social e íntima rehúsa y rechaza todo lo relacionado con intriga a nivel misterioso. Habla la Coatlicue: una cosa es ser impenetrable y otra tener algo que ocultar.

Rafael Bernal, escritor mexicano.

 

IV

La tesis es socorridísima: entre nosotros no hay literatura policial porque no hay confianza en la justicia y todo mundo teme identificarse o defender al sospechoso. A fin de cuentas ¿qué importa quién fue el criminal? La incógnita a resolver es otra: ¿tiene suficiente dinero el asesino como para detener la investigación? Además la mentalidad ultracartesiana que solicita la literatura policial, no es captada por la impaciencia de una mentalidad ultracartesiana que solicita la literatura policial, no es captada por la impaciencia de una mentalidad semiprimitiva, más apasionada por la cantidad de sangre vertida que por la lúcida reconstrucción de los hechos. Y sin embargo, el thriller participa no de la atmósfera lógica sino del espíritu mágico. Entonces, ¿por qué no se cultiva en América Latina? ¿Por qué carecemos de los Graham Greene, Eric Ambler, John Buchan, Ian Fleming, John Le Carré, Le Deighton, que describen la grandeza de la muerte y persecución en un mundo semiprimitivo? Quizás la respuesta sea obvia: el thiller es la divulgación romántica y personalizada de la lucha por el poder, una lucha que implica desarrollo, industria (sobre todo a partir de Bond, el primer héroe cibernético, la ambición mundial de  mercados). En el fondo, el thriller es literatura de indagación imperialista o por lo menos dedicadamente monopólica. ¿O quién se ocuparía de robar los secretos atómicos de Ecuador o de secuestrar a un científico hondureño?

Y abandonada la ilusión de thriller y perdida la fe en los puzzles de una literatura policial mexicana, volvemos a la nota roja, a la desprestigiada, deplorada y vital nota roja. Allí descubrimos el verdadero nivel de nuestra relación con la vida humana, de nuestro azoro al descubrir la existencia ajena. Nuestra nota roja, amarillista, morbosa, complacida en los clichés y llena de sañas inauditas, pavorosos crímenes y confesiones cínicas sirve sin embargo, mejor que las páginas editoriales, mejor que la sección de secciones e incluso mejor que las páginas deportivas, como un índice del estado actual de nuestra confianza en la Democracia, de nuestro amor por la respuesta insólita o de lo que se quiera y guste. La nota roja confirma cualquier tesis reciente y antigua: la reminiscencia de los sacrificios humanos, el país como una permanente Guerra Florida, la impunidad que garantiza la impunidad de la corrupción total, el humorismo involuntario, los inconvenientes del amor propio. En síntesis, en México, la nota roja, con su alarmismo tétrico y su antiprosa, es un conducto óptimo para entender resortes íntimos del país, ciertos modos en que siempre se resuelve una relación conflictiva o en que, con periodicidad semanal, desemboca una situación límite.

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>>Texto extraído del suplemento “La Cultura en México” número 387, 9 de julio de 1969, de la Revista Siempre!<<