Santa Veracruz, Valerio Trijano, Tlatelolco, Ogazón

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

Una ciudad cambia más rápidamente

que el corazón de un hombre. Baudelaire

Este 16 de mayo, los hijos de Pedro Páramo —que somos todos—, celebraremos el centenario del natalicio del creador de los textos que removieron con sus voces, sus susurros, sus fantasmagorías y sus diálogos entre vivos muertos y almas en pena, las entrañas de una literatura que no rehuía de los personajes yertos y los páramos yermos con los que en su brevedad nos obsequió el escritor jalisciense.

En memoria del homenajeado, en estos días se verterán muchas cuartillas exaltando Pedro Páramo, El Llano en llamas, El gallo de oro y la mítica Comala; por mi parte prefiero rescatar ese pedazo del Rulfo urbano que en el breve relato nocturno —“Un pedazo de la noche”— me reencuentro cada vez que recorro la Plaza de la Santa Veracruz, el callejón de Valerio Trujano, la “Placita” de los Ángeles y los restos del jardín de Santiago, en el mero centro de Tlatelolco, y la calle de Ogazón, escenarios urbanos en los que se desarrolla la intensa relación entre el sepulturero Claudio Marcos, el hijo de Flaviana y Olga-Pilar, la trotacalles dependiente del “truena nueces” que la regenteaba en el antiguo barrio de Santa María la Redonda.

No ubico exactamente en la época en que este relato fue escrito (seguramente al inicio de la década de los años 40 del pasado siglo), un escenario idóneo para crear la antagónica atmósfera de un diálogo entre la vida —la presuntamente alegre vida de una mujer de la desaparecida Zona Roja de la capital— y la muerte —anidada en un sepulturero que forzosamente me remite al viejo Panteón de Santa Paula, aquel sobre el que se asienta el corazón de la histórica colonia Guerrero—, y cuyo desenlace será un matrimonio de conveniencia: un hombre que entierra “la lástima con cada muerto”, una mujer “desbaratada por el desgaste de los hombres” y un niño que se pierde en la memoria de aquel primer encuentro.

El decrépito barrio mortuorio de Santa María la Redonda, ahí en donde la funeraria Gayosso permaneció de 1896 a 1955, fecha en que se traslada a Reforma 273, para dos años después inaugurar sus velatorios de Sullivan, ahí en donde se restableció el negocio de las coronas fúnebres sobre la Avenida de los Hombres Ilustres, hoy Hidalgo, como de 1784 a 1861 se popularizó entorno al Panteón de Santa Paula.

Atrás de esas fúnebres fachadas, el Salón México y otros “tugurios” generaban ese antagonismo entre muerte y vida que marca la contundente obra rulfiana, por ello este barrio y la colonia Guerrero, en donde queda el Panteón de San Fernando y el propio Tlatelolco, cuyo convento de la Santa Cruz albergó su propio camposanto, cumplieron con las condiciones urbanas de su mítica Comala para desarrollar el citado relato “Un pedazo de la noche”.

Esa elección marca, sin saberlo, al barrio, y en este proceso de su recuperación debemos refrendar la sentencia baudeleriana, pues más rápido está cambiando la ciudad que el ermitaño corazón urbano del campirano Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (1917-1986).

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