El cambio climático se ha convertido en uno de los temas más controvertidos en las agendas de todos los gobiernos a nivel internacional. Aunque se asume que los patrones de producción y consumo han producido enormes desequilibrios ecológicos, que inclusive han rebasado la capacidad de recuperación de los ecosistemas naturales en niveles irreversibles, la crisis ambiental que hoy vivimos en el planeta se agudiza cada vez más, llegando al grado de representar una seria amenaza al propio desarrollo humano.

A pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional, lo cierto es que desde el Protocolo de Kyoto en 1994 hasta el Acuerdo sobre el Cambio Climático de París en 2015, se ha advertido sobre los efectos negativos que ha generado –y sigue generando a ritmos críticos– el modelo energético, que depende en su mayoría de la quema de combustibles fósiles y que es la principal fuente de emisión de los gases efecto invernadero.

Sin embargo, pese a la basta evidencia empírica y científica, la incesante demanda industrial de estas fuentes de energía, han difuminado y restringido la instrumentación de las políticas públicas que permitan transitar hacía modelos de uso y proliferación de energías renovables.

La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible –que ha sido adoptada por 193 Estados Miembros de las Naciones Unidas– tiene como uno de sus principales generar “Energía asequible y sostenible” (Objetivo 7) para garantizar el acceso universal a electricidad asequible y reducir el consumo mundial de energía. Es importante destacar que de acuerdo a información de la ONU, entre el periodo 1990-2010, la cantidad de personas con acceso a energía eléctrica aumentó en 1,700 millones, y del total de la energía producida sólo el 20% es generada por fuentes renovables.

A este ritmo de crecimiento de consumo energético y paralelamente al crecimiento poblacional, difícilmente podremos cumplir con las metas de la Agenda 2030 y el Acuerdo de París (mantener el aumento de la temperatura por debajo de los 2 grados centígrados y regresar a niveles preindustriales).

Esto se debe en buena medida a que los países en desarrollo carecemos de tecnología e infraestructura para producir energías limpias y a la existencia de cerca de 2,400 millones de personas que aún utilizan leña o carbón vegetal como combustible para cocinar; 1,600 millones que no cuentan con energía eléctrica en sus viviendas; y se estima que para 2030, otros 1,400 millones de personas estén en la misma situación. De acuerdo a investigaciones de la CEPAL existe una creciente preocupación, principalmente en los países desarrollados, debido al aumento esperado del consumo de energía y las emisiones derivadas que tendrán los países en vías de desarrollo para alcanzar los niveles de crecimiento económico y social proyectados.

Esta dicotomía abre el debate respecto a los impactos ambientales potenciales que generarían los países en vías de desarrollo y a sus metas y compromisos para resolver las inequidades económicas, sociales y ambientales, que se relacionan al acceso y consumo de energía.

Estudios de la propia CEPAL revelan que sólo el 18% de la población mundial vive en los 40 países que generan 45% de las emisiones totales; mientras que el 81% restante vive en países que generan el 55% restantes de dichas emisiones. Cabe destacar que América Latina, con excepción de África, es la región que menos contribuye a las emisiones globales de CO2 procedentes de la producción y consumo de energía, con un 5% del total.

Esta situación nos llama a la reflexión de que es imprescindible que los países latinoamericanos pugnemos por una agenda común, y exijamos a la comunidad internacional los principios de equidad e inclusión, para que independientemente del nivel de desarrollo, asumamos el compromiso de abatimiento de las emisiones globales de CO2, sin menoscabo de nuestras legítimas aspiraciones de desarrollo económico y social.

*SECRETARIA DE LA COMISIÓN DE RELACIONES EXTERIORES AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE

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