Tres ejemplos recientes demuestran que la mirada exterior es un referente obligado a fin de tener una visión objetiva acerca de nuestra realidad. Uno de ellos es el pronunciamiento hecho por el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos tras su visita oficial a México a fines de 2015: “Para un país que no se encuentra en medio de un conflicto, las cifras son, simplemente, impactantes: 151,233 personas asesinadas entre diciembre de 2006 y agosto de 2015, incluyendo miles de migrantes en tránsito. Desde 2007, hay al menos 26,000 personas cuyo paradero se desconoce, muchas posiblemente como resultado de desapariciones forzadas”.

A lo anterior se añaden la conclusión vertida en la Encuesta sobre Conflictos Armados 2017 del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, según la cual México es el segundo país más violento del mundo, así como lo consignado por la organización Open Society en el informe “Atrocidades innegables”, en el sentido de que desde hace más de diez años ha imperado una política de uso indiscriminado y extrajudicial de la fuerza como parte de la estrategia del combate al crimen organizado.

Ese dantesco cuadro no puede ser explicado a partir de las categorías tradicionales de la criminología. A fin de discernir el origen y la naturaleza de esta hecatombe es preciso ubicarse en otro contexto analítico, en un distinto paradigma. Así, es dable decir que esta horrenda espiral de violencia solo puede provenir de una patología de nivel superior, como lo es el conflicto armado que se gestó a raíz de la inconstitucional decisión de sacar a los militares de sus cuarteles.

Tal conflicto se ha desarrollado literalmente por la libre, sin sujetarse a los deberes elementales del respeto a la vida y la integridad establecidos en el artículo tercero común de los Convenios de Ginebra, en las Normas fundamentales del derecho internacional humanitario aplicables a los Conflictos Armados difundidas por el Comité Internacional de la Cruz Roja, y en los famosos Convenios de La Haya de 1899 y 1907.

A partir de esa concepción: I) las violaciones graves a los mandatos jurídicos antes mencionados constituyen crímenes de guerra conforme al Estatuto de Roma, instrumento de creación de la Corte Penal Internacional, II) si las autoridades nacionales no quieren o no pueden llevar a los responsables ante la justicia, dicho tribunal supranacional está facultado para proceder en su contra aplicando, entre otros, el principio vertebral de la responsabilidad por cadena de mando, III) las víctimas tienen derecho a ser socorridas por el Comité Internacional de la Cruz Roja.

La existencia del conflicto armado es innegable y su duración puede prolongarse indefinidamente. Persistir en la idea contraria nos conducirá a la trágica experiencia vivida en Colombia y en otros países de América del Sur. Por ello, ciudadanos y organizaciones de la sociedad civil debemos colocar este álgido tema en la agenda de cuestionamientos estratégicos a los aspirantes a la Presidencia de la República.