¿Cómo decirlo para que el gobierno federal entienda que la autonomía de la UNAM está en riesgo?

¿Cómo advertir que, en cualquier momento, puede estallar en la UNAM, por la presencia del narcotráfico, otro Ayotzinapa?

¿Cómo hacer entender que no hacer nada, por miedo a herir la intocable y mal interpretada autonomía universitaria, significa entregar uno de los centros neurálgicos de la movilización política al crimen organizado?

Cada vez que alguien le pregunta al rector en turno quiénes son los que tienen secuestrado el Auditorio Justo Sierra, mejor conocido como Che Guevara, desde el año 2000, la respuesta es el silencio o una evasiva.

Y cada vez que se inquiere a la autoridad sobre la necesidad de que la fuerza pública intervenga para recuperar las instalaciones, la respuesta es la de siempre: “no hay condiciones”.

La autonomía de la UNAM desde el movimiento del 68 se convirtió en un tabú. Hoy se concibe Ciudad Universitaria como un espacio prohibido para el gobierno, los políticos, el Ejército, la policía, pero también para la aplicación de la ley.

“Aquí no entra nadie más que maestros y estudiantes”, reiteran una y otra vez los líderes más radicales de los grupos académicos y estudiantiles que controlan la vida política de la Universidad.

¿No entra nadie? Pues ya entró, porque de acuerdo con diferentes informes proporcionados por la Procuraduría General de la República ahí hay, cuando menos, un cártel.

El incremento de la venta de todo tipo de droga, desde marihuana hasta LSD o cocaína, coincide con el aumento de asesinatos, suicidios y feminicidios extraños e inexplicables.

El doctor Enrique Graue parece estar dando una lucha en solitario. Sus llamados a reestablecer el orden dentro de la UNAM no han sido atendidos por el gobierno federal y la comunidad universitaria.

Decir que en la máxima casa de estudios hay narcomenudeo, como lo ha declarado la autoridad capitalina, es tratar de minimizar el problema.

Todos sabemos lo que significa que una célula del narcotráfico se haya apropiado de espacios y áreas completas dentro del campus.

Si hay venta de hachís, también hay venta ilegal de armas; también están presentes las redes vinculadas al comercio de personas y a la pornografía.

El cártel de Tláhuac —una de las organizaciones que opera en la UNAM— no pudo escoger mejor lugar para crecer y multiplicarse. Es el mismo modelo que escogieron Los Rojos y Guerreros Unidos para controlar el estado de Guerrero: penetrar un centro de estudios como la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa para usar a estudiantes pobres en el comercio de droga.

La gravedad del problema es evidente: significa entregar el gobierno y el destino de la universidad más importante del país y de América Latina, al crimen.

Implica poner en manos de la delincuencia organizada una de las instituciones que le han permitido al sistema mexicano amortiguar la injusticia y la inconformidad social.

No se advierte, sin embargo, que fuera del rector Graue haya alguien más de la comunidad universitaria preocupado por lo que, al menos desde fuera, parece tener fauces y garras. Y por cierto, no precisamente de un puma.

Cada vez crecen las dudas y las preguntas: ¿por qué la apatía, indiferencia para desterrar los grupos delictivos del recinto estudiantil? ¿Por qué la tolerancia de maestros y alumnos, directores, académicos y científicos?

¿Hay miedo, o en algunos casos, también complicidad?

Se cuartea el lema vasconcelista: “Por mi raza hablará el espíritu”. ¿Cuál es el espíritu que hablará, por la raza, en adelante? ¿El espíritu de la razón o la razón del crimen?