Delcy Rodríguez, la canciller de Venezuela, se convirtió en la voz y el rostro más visible de la Asamblea General de la OEA celebrada en Cancún.

La famosa Delcy tiene “ojos de pez”. Así llama un escritor alemán a los nazis. Dice que el adoctrinamiento y el fanatismo les ponía la mirada fría y opaca a los catequizados.  Listos para asesinar, sin sentir nada.

A la exministra venezolana, una comunista sin concesiones, el dogma, la intolerancia y la falta de argumentos la llevó a salpicar la reunión de vulgaridades.

Los mexicanos debemos agradecer la presencia de Delcy. Nos dejó ver, de cerca, lo que es una dictadura platanera. En aras de la defensa de la “soberanía de su patria” negó lo que es una verdad universal: la crisis humanitaria en Venezuela, los muertos, la falta de alimentos y medicinas, pero también su reparto discrecional; los presos políticos, la cancelación de la libertad de expresión y obviamente la represión a disidentes.

Por cierto, los abogados de los 43 estudiantes de Ayotzinapa elogiaron el régimen de Maduro. Dijeron que ahí, en Venezuela, sí se respetaban los  derechos humanos y las libertades.

Pues, nada más fácil, que el gobierno bolivariano los invite a ejercer su activismo allá. Un país que ha negado la entrada al alto comisionado de la ONU, Zeid Ra’ad Al Hussein, para evitar que compruebe cómo grupos armados progubernamentales asesinan estudiantes.

Cancún dejó varias lecciones. México no pudo conseguir los votos necesarios para condenar el régimen dictatorial de  Venezuela por dos razones fundamentales.

Primero, porque desde hace cuando menos dos décadas y media, México abandonó a América Latina y el Caribe. Se concentró en atender el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y despreció las alianzas políticas y económicas con la región.

Este vacío dejado por México permitió a Hugo Chávez y a Maduro comprar lealtades. Convirtieron el petróleo venezolano en una poderosa arma diplomática para construir un bloque de incondicionales. Los  mismos países que reciben crudo venezolano a bajo precio y con facilidades de pago son los que votaron en Cancún en contra de la propuesta mexicana.

México pagó  el costo de su débil liderazgo hemisférico. Como bien acaba de decir el recién estrenado presidente de Francia Emmanuel Macron: “El liderazgo no se decreta: se construye…”. Y no se construye o reconstruye de un día para otro.

Es cierto que —como lo anotó el canciller Videgary— México logró tener de su lado a los países más importantes, a los que representan el PIB y el porcentaje de población latinoamericana más grande, pero también es cierto que el objetivo final no se logró.

Y no se logró, entre otras causas, porque la operación diplomática pudo no haber sido la más correcta. Fue demasiado evidente que detrás de la iniciativa mexicana para exigir a Maduro la cancelación de la Asamblea Constituyente —a través de la cual pretende perpetuarse en el poder— estaba el gobierno norteamericano.

Saber, sentir o percibir que detrás de las decisiones de un país está “la mano que mueve la cuna”, hoy utilizada como puño o garrote contra el mundo por un presidente fascista como Trump, provoca —en el mundo latinoamericano y del Caribe— rechazo y desconfianza. Razones históricas, muchas y de peso,  hay para ello.

El excanciller Jorge Castañeda hizo una pregunta sensata: ¿Por qué México no recurrió a Cuba como intermediario para negociar con Maduro?

¿Por qué no se llevó a cabo una diplomacia más de bisturí y más latinoamericanista, para ir tejiendo una red en contra del dictador?

Pero la 47 Asamblea de la OEA arroja algunas certezas y varias dudas. La certeza es que Venezuela quedó exhibida como una feroz dictadura. Gracias, por cierto, a la vociferante Delcy.

La duda, cuando menos la más importante, es qué decisión va a tomar el intempestivo Donald Trump. Ya dijo que Venezuela es un desastre y que la OEA no sirve para nada. ¿Le va a hacer caso a Delcy, y enviará marines?

Y en ese caso: ¿qué postura tomará México?