Las constituciones de México siempre han establecido como válido el sistema presidencial, cuyas principales características tienen que ver con la elección directa, secreta y universal del jefe del Ejecutivo, quien así se convierte en jefe de Estado y jefe de gobierno, con la facultad para nombrar y remover libremente a sus colaboradores, salvo las excepciones que señala la propia Constitución; lo que hace a los secretarios de Estado irresponsables frente al Congreso, quien no tiene facultades para removerlos.

Este sistema se desarrolló de manera correcta mientras un solo partido controló el poder; está diseñado para un sistema bipartidista como es el caso de Estado Unidos de Norteamérica y, cuando esto no sucede, debe existir la figura de la segunda vuelta electoral que, como afirma el politólogo Sartori, corresponde inexorablemente a un sistema pluripartidista.

En México no existe esta institución y sí ha proliferado el número de partidos políticos, hasta llegar a un punto en que ningún partido, por si solo, es capaz de ganar la elección presidencial; esta regla no escrita cada día es más evidente, por lo que la coalición de partidos en las elecciones es un proceso que con mayor frecuencia se establece.

Esta premisa impide el desarrollo de un gobierno de corte presidencial sin segunda vuelta electoral y, por ello, se intentó una reforma constitucional débil, con poco sustento y de carácter no vinculatorio que, sin embargo, es una puerta abierta hacia el inminente futuro político; se trata del gobierno de coalición que hoy queda plasmado en las facultades que el artículo 89 constitucional otorga al presidente de la república y en las competencias exclusivas del Senado establecidas en el numeral 76 de nuestra Carta Magna.

Viene al caso esta reflexión por la inminencia de una elección presidencial, no solo altamente competida, sino con una grave polarización de partidos, candidatos y los propios electores. Aparentemente la solución para transitar de manera más eficaz en nuestra democracia sería darle claridad a la interpretación del gobierno de coalición y prever que la alianza de partidos vaya más allá de lo establecido por la autoridades electorales, y se fortalezca una propuesta de gobierno de coalición con programas definidos desde antes de los comicios federales.

Nuestro problema es estructural; si bien es cierto que la autoridad electoral está sólidamente soportada constitucionalmente por los artículos 41 y 99, la ejecución pragmática de las coaliciones de partidos no va hacia ningún lado, carecen de brújula y de destino y obedecen solamente a la ambición del poder, por el poder mismo.

Por eso, es fundamental —y estamos en tiempo— establecer plataformas que, basadas en la propia Constitución, resuelvan esta contradicción estructural de un sistema presidencial que carece de segunda vuelta electoral.

La decisión de López Obrador de no aliarse con ningún partido, excepto el PT, dejará en libertad a una izquierda democrática representada por el PRD y por Movimiento Ciudadano, que bien podrían tener candidato propio; el PAN se encuentra dividido en su lucha interna que, al parecer, no tiene remedio, pues son francamente irreductibles las posiciones de sus tres candidatos más publicitados.

El PRI tendrá una coalición con sus aliados naturales el Partido Verde, Nueva Alianza y, muy probablemente, el nuevo partido Encuentro Social.