Juan Antonio Rosado

Como cualquier sonido, flujo mental o representación, la palabra es materia. Pasa por los sentidos, es interpretable. Por ello no existe el lenguaje, como tampoco el ser humano, entidad incompleta que continúa en proceso de definición y que se ha redefinido de múltiples formas. Si el lenguaje se manifiesta en todo ser vivo, jamás lo hace en el nivel de combinaciones ni con las posibilidades lúdicas y semánticas del lenguaje humano, pero lo mismo ocurre con otros elementos de la naturaleza: sonidos, imágenes, movimientos, olores, sabores, sexualidades… Al transfigurar esos datos naturales en música, pintura, danza, perfumería, gastronomía o erotismo, el ser humano se aleja de la naturaleza para convertirse en ente cultural, es decir, simbólico.

Sin salir del ámbito del lenguaje articulado, recordemos la frase de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. ¿Qué es mundo? Es materia (y si alguien agrega: “también energía”, habrá que recordarle que la energía es materia), pero si el mundo es algo humano, existe, para el humano, gracias a que lo nombra, gracias al lenguaje: el famoso “ser en el mundo” heideggeriano. La proposición “el mundo es mundo gracias a que se le nombra” se refiere sólo al mundo humano, cultural, y no al natural o animal. Para nosotros esos mundos son incomprensibles. Hablar del “mundo de los leones” o de los lobos sólo tiene un sentido humano. Esas formas de vida no nos corresponden, aunque tratemos de explicarlas.

La palabra es materia no sólo porque representa materias ni por su sustancia fónica, sino también porque posee la posibilidad de materializar: detrás de ella puede estar la acción, pero también lo puede estar después. El fiat es acción pura. Ya lo decía Georges Sorel: el mito conduce a la acción, y esto es a posteriori. En cuanto a la frase de Klossowski (la identidad como cortesía gramatical), que se vincula con la escuela lacaniana (el “estadio del espejo”), la interpreto como el hecho de que los entornos de interacción humana dan lugar a la construcción de nuestras identidades, pero siempre con el apoyo sustancial e imprescindible del ónoma. Se les tiene que nombrar de alguna manera, pues hasta los delfines poseen un lenguaje estrechamente vinculado a su entorno. No podemos imaginarnos un entorno sin algún tipo de lenguaje que lo decodifique. El signo por sí mismo no vale sin el intermediario que lo descifra. Creo que a eso se refería Klossowski. La identidad es “cortesía gramatical” porque el niño dice “yo” y “mamá” o “papá” a partir de una realidad y un estímulo, pero esas palabras lo ayudan a identificar. Y esto vale también para los sordomudos, quienes tendrán a la mano otros referentes gramaticales para decodificar signos e identificar identidades. Los bárbaros son el “otro”, lo incomprensible para los griegos, como los “chandalas” lo eran para los brahmanes. Aquí hay un problema de explotación social: es la preeminencia del uno sobre lo otro, pero el lenguaje y su materialidad desempeñan un papel decisivo en la explotación. ¿Cómo identificar al otro? Mediante una cortesía gramatical: “extranjero”, “chandala”, “negro”, “indio”, “bárbaro”, “salvaje”… Allí está Robinson Crusoe, de Defoe, el paradigma del explotador occidental que nombra “Viernes” a un nativo sin interesarse antes en conocer su forma de vida ni su lenguaje. Lo trata como a un menor de edad y lo designa con un nombre occidental, como los españoles que llamaban “pera de Indias” al aguacate, o “león” al “puma”. Es la misma visión castrada y castrante de Chateaubriand y otros escritores católicos. La acción por sí misma es incomprensible. Por ello la identidad siempre es “cortesía gramatical”; por ello el lenguaje implica y denota materialidad: la materialidad del entorno, del mundo nombrado.

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