Ricardo Anaya, dirigente nacional del PAN, anda con una nueva calentura. Defiende como cosa de vida o muerte la segunda vuelta electoral.

La segunda vuelta electoral, por sí sola, no es —como lo quiere hacer ver— un elixir mágico que vaya a poner fin a los conflictos poselectorales y a los bajos porcentajes con los que hoy ganan los candidatos.

Tampoco remediará, en automático, la poca representatividad y legitimidad con la que, actualmente, el ganador llega a gobernar.

La segunda vuelta no es, por lo tanto, una panacea. No es el antídoto. Es, apenas, uno de los instrumentos que deben ser incluidos dentro de un nuevo modelo de sistema electoral y de gobierno para garantizar, por encima de cualquier otro interés, la gobernabilidad.

Pero hay además un obstáculo de carácter técnico constitucional. La segunda vuelta es un tema electoral y el artículo 105 de la Constitución señala que las reformas en la materia deben promulgarse y publicarse 90 días antes de que comience el proceso.

Si el proceso electoral de este año empieza el 1 de septiembre, las Cámaras no cuentan, desde hoy, con el tiempo necesario para llevar a cabo la reforma. Menos cuando tendrían que aprobarla, posteriormente, la mayoría de los congresos locales.

El político que, en gobernabilidad, tiene más clara la película es Manlio Fabio Beltrones. La propuesta la viene exponiendo y discutiendo ante todo tipo de sectores. Su tesis es precisa: nadie está obteniendo votaciones mayores a 30 por ciento, y lo importante es construir un sistema que evite tener “gobiernos divididos”.

Para ello propone que las Cámaras aprueben la ley reglamentaria a los gobiernos de coalición que ya están contenidos en la Constitución.

¿En qué debe consistir esa ley reglamentaria? Los partidos que se hayan coaligado, no solo para ganar sino para formar gobierno, deberán estar obligados a cumplir, cuando lleguen al poder, con una serie de compromisos:

Primero, con registrar de maneja conjunta una agenda de trabajo que debe ser aprobada por el Senado de la República.

Segundo, que sea el mismo Congreso quien se encargue de ratificar a los integrantes más importantes del gabinete con la finalidad de garantizar la calidad política, profesional y la acreditación ética de quienes van a tomar decisiones clave.

Tercero, el compromiso de construir mayorías en las Cámaras sobre temas estratégicos y en los que haya acuerdos para evitar la constante obstrucción o parálisis legislativa.

Y otros, que deberán precisarse en las disposiciones secundarias con la intención de acotar el oportunismo y el chantaje de los partidos, raíz de la anarquía existente.

Los partidos y los aspirantes a la Presidencia de la República —por cierto cada vez más numerosos— están única y exclusivamente preocupados por ganar; sin darse cuenta de que hoy —en las actuales circunstancias— quien gana termina perdiendo. Y pierde, porque llega representando a un mínimo del electorado, sin el respaldo de la sociedad y como rehén de quienes perdieron y deciden vengarse.

Luego entonces, los partidos deberían estar hoy concentrados en construir la gobernabilidad de México.

Y esa gobernabilidad solo puede obtenerse a través de gobiernos de coalición donde el ejercicio del poder se comparta de manera responsable y obligue a las partes a cumplir compromisos.

Cierto, de acuerdo con lo que marca el articulo 89 de la Constitución, los gobiernos de coalición son optativos y no obligatorios. Tampoco son el curalotodo.

Sin embargo, esa opción se advierte, cuando menos en este momento, como la más viable para impedir que las elecciones de 2018 —al ganarse con el 30 por ciento o menos— aceleren la descomposición política y económica del país.

Que nadie presuma, en estos tiempos, de poder gobernar en solitario. Solo López Obrador, un autócrata fascista —con máscara de demócrata—, puede asegurar no necesitar de nada y de nadie. Y lo que dice tiene lógica: no es lo mismo imponer, que gobernar.

Así que, en esta etapa inédita, las prioridades han cambiado. La pregunta es clave: ¿qué es lo importante?: ¿solo ganar o también gobernar?