Como que todavía en Rusia la era digital no acaba de llegar; como que se encuentra atorada entre una reminiscencia del zarismo y las formas soterradas (o abiertas, lo mismo da) del comunismo soviético. A 100 años de la Revolución, el que encarna el poder, el padre benévolo, Vladimir Putin, volvió a realizar su talk-show anual, pero esta vez algunas cosas se le colaron por redes sociales. Y el formato de cuatro horas, preguntas y respuestas, se agotó.

Claro, son 15 años de informe televisivo (desde 2001 falló una vez, en 2004) y de un deterioro notable de la calidad de vida en este gigantesco país de 143 millones de personas. Llegaron 2.4 millones de preguntas. Ser escogido, dicen los rusos, es como ganarse la lotería. Putin, personalmente, les responde a sus necesidades. Una señora a la que se le está pudriendo su casa tras una inundación, fue visitada, de inmediato, por el jefe político local para depositarle el dinero que, se supone, debería haberle depositado años atrás…

Bueno, todo un circo, pero ahora con sus bemoles. Se colaron en pantalla dos o tres comentarios de los que no le gustan a Putin. Uno de ellos denunciando que el programa era una faramalla. Que ya estaba grabado de antemano y que las preguntas eran a modo. El otro recordando que la Constitución marca, para el presidente, sólo dos periodos. Putin ya los saltó. Y ahora va por el 2018.

Como pasa siempre que se enfrenta a estas herramientas de transparencia, la transparencia no se le da. Aunque ahora por vez primera el presidente Putin habló de sus hijas y de sus nietas, le ofreció asilo a James Comey (despedido por Trump como director del FBI) y provocó muy pocas risas. No hubo chistes machistas y cosas por el estilo. La parte más “abierta” del show fue cuando un joven le increpó sobre la corrupción en la burocracia de alto rango. Putin reviró que esa pregunta ya la tenía “preparada”, seguramente en connivencia con algunos de sus enemigos. El joven contestó algo que ni Putin ni nadie podría haber refutado: “La vida fue la que me preparó”. Como en un cuento de Gorki.