Cada ocasión que tenemos procesos electorales, nos acosa la duda persistente, en muchos mexicanos, sobre si la democracia que estamos viviendo y la que habremos de vivir en los tiempos venideros es real o meramente virtual.

A diario nos preguntamos, como si se tratara de jugo de fruta, si es natural o es de lata. Si es un reflejo de la voluntad libre y espontánea de los ciudadanos a quienes, en su conjunto, los republicanos concebimos y referimos como soberanía nacional, o si se trata de un producto de color grato y de sabor agradable pero hecho de compuestos artificiales, combinado con ingredientes adulterados y engalanado con etiquetas simuladas.

Desde luego no soy de los que piensan que la mayor virtud de un sistema político sea su pureza. También, como en los jugos, estoy cierto de que un edulcolorante congelado de alto rendimiento llega a ser más aceptable que un extracto natural recién arrancado a naranjas amargadas o descompuestas.

Pero lo que sí es peligroso es que podemos estar ilusionados o ensoñados con una vivencia artificial que, en el vaso de la confusión, lleva a despertares llenos de decepción y de amargura, tan solo por no tener en claro el tipo de vida política que estamos viviendo. Si no es la pureza de un sistema democrático, lo que me parece ineludible de valoración en su esencia, su presencia y su eficiencia.

Veamos la esencia. En nuestros días la democracia es un producto bueno pero es un producto caro. Somos un país muy grande, muy poblado y muy complejo. Ganar elecciones cuesta mucho dinero. Pero, además, somos un país de pobres. Los ricos son pocos y los más de ellos no son generosos. Por ello el dinero para los triunfos políticos tienen que conseguirse en donde se pueda. Y ese “donde se pueda” es peligroso para un sistema casi de nuevo cuño. Puede ser, de lo que decíamos, un factor de adulteración.

Pero supongamos que todo el dinero que va a la política es angelical. El hecho de tener un origen virginal no garantiza, tampoco, su destino. Puede encaminarse desde el engaño mediático hasta el soborno electoral. Entonces, por la vía del fraude legal o por el de la corrupción inevitable, estaríamos ante una voluntad artificial. En estos supuestos, por mencionar lo mínimo, estamos ante el riesgo de que nuestra democracia no tenga ningún agregado respetable y que, como en algunos líquidos, lo más valioso resulte su envase. Que valga más el continente que el contenido.

En esto se advierte el eterno enredo entre la democracia y la gobernabilidad. Sobre todo cuando la gobernabilidad puede enfilarse al desbarranco y la democracia puede empantanarse en la confusión. Porque, si la fractura de nuestros proyectos no se debe a los partidos políticos, entonces, ¿por qué habríamos de pensar que la solución se hallaría en parear sus voluntades ideológicas o partidistas?

El triunfo de la democracia casi siempre proviene de la voluntad de las mayorías. Pero la instalación de la gobernabilidad casi siempre dimana de la voluntad de las minorías. La democracia es seductora y divertida, mientras que la gobernabilidad es insípida y aburrida.

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