Por Sergio González Rodríguez
Esta historia debería comenzar con un pasajero anónimo en el aeropuerto. Una panorámica vista desde lo alto del ala de un amplio edificio de estructuras y trama gigantescas, muros de cristal y módulos interiores de apariencia ingrávida. Se impone un acercamiento visual cada vez más acentuado de tres fases. El pasajero, de estatura y edad medianas, vestido con una gabardina beige sobre ropa negra, se halla boleto en mano frente a un mostrador de línea aérea, su perfil tenso, la tez blanca, el cabello lacio y oscuro, los rasgos afilados, ante el voceo de una voz femenina y gangosa que anuncia la salida de los vuelos transcontinentales: palabras que flotan en el aire rodeadas de un halo vibrátil. El pasajero debe concentrarse en la rutina burocrática de quienes atraviesan los océanos; se le observa ensimismado (podría llevar encima de su cabeza una nube con un dibujo abstracto) y se le escapa el aroma de la canela sobre una taza de capuchino en una cafetería cercana, sólo evocable mediante una ondulación humeante encima de la taza. Y se muestra ajeno también a lo que acontece alrededor: el nerviosismo de la recién casada que instruye a su marido para que guarde, de inmediato, los billetes de libras esterlinas en el bolsillo especial que anuda a su cintura. Al pasajero se le escapa asimismo el llanto de un par de niños que, un poco más allá, esperan viajar con un amigo de la familia y extrañan a sus padres (se debe plantar a un lado la silueta de una pareja cuyas lágrimas distantes llenan las paredes de un cuarto en una ciudad de provincias, e imaginar, pues es difícil incluir tanto en un solo cuadro, que se quedaron allá a rematar sus escasas pertenencias antes de migrar a un país del norte en busca de trabajo).
Esta historia debería comenzar también con la alusión a la actividad frenética del aeropuerto, las acciones simultáneas que sólo pueden presentarse aquí en forma sucesiva: el vislumbre al exterior del aeropuerto, a los taxis que llevan y traen a los viajeros, y al ritmo marcial, pero a la vez inconexo, con el que la gente se conduce por los largos pasillos de los aeropuertos, la mirada somnolienta en unos, en otros insomne. Autómatas de un dinamismo que los rebasa y que encarna en los vigilantes discretos en los pasillos, o en las salas de control de ellos frente a decenas de monitores con el registro de las cámaras televisoras, orden de la vida nómada (debe advertirse allí la injerencia sutil u obvia del control de los pasajeros bajo los sistemas minuciosos del edificio).
El edificio, en su contemporaneidad a ultranza, parece pensar en voz alta para todos los viajeros e inscribir en su memoria, impuesta letra tras letra sobre los actos de la multitud: dediquen un momento a recordar cómo ha cambiado la costumbre de viajar, o de adoptar otro país; mediten sobre el reino de los que se desplazan y dejan atrás la serenidad sedentaria, y comparen el presente con lo que nuestros abuelos vivieron acerca de la experiencia de viajar.
Transición retrospectiva: aquel mundo se reducía a la lenta fluidez de un barco y sus vaivenes en la borda, hombres y mujeres con sombrero, algún bastón, saludos corteses, sillones y frazadas, flotadores anulares y claraboyas en los muros, té caliente en algunas manos y el viento salado en los rostros que traía consigo al horizonte unas nubes espirales, grises, negras, violetas en un minuto peligroso que se extinguía al amanecer color naranja y, luego, la luz del sol restallante contra los bostezos. O, en tierra, el tren que con su silbato agudo y su traqueteo metálico en expansión por la campiña hacía creer que el corazón de cada quien era sólo uno más de sus engranes, la cauda de vapor blanco arriba del paisaje en disipación tenue y melancólica.
Acotación introspectiva del viajero: así cambió poco a poco el trazo de las sombras de quienes viajan. De ser oscilante en el trayecto marítimo, pasó a ser cadencioso y trepidante en el viaje terrestre. Con los aviones, terminaría por ser vertical-horizontal y apacible: el vuelo supersónico es un impulso rectilíneo que hiende el cielo del planeta desde una estabilidad interior. Ahora, un viajero se convierte en un vertiginoso rayón en la inmensidad que resuenan los mares, los ríos, las montañas, las ciudades. Una toma aeroespacial podría situar en un mapamundi la ciudad del aeropuerto y ubicar éste hasta visualizar el momento y sitio en que el pasajero anónimo se detiene frente a un mostrador. Tal pasajero es sólo un ejemplo: un esbozo, un principio de imaginación semejante a los primeros cuadros de una novela gráfica que tratase el tema del viajero global. Una escena de inducción a la lectura de estas páginas.
Esta historia, que es la de Dano y sus derivaciones erráticas, debería comenzar con una complicada evocación de la rapidez y las múltiples lenguas, de los rostros divergentes inmersos en su placer impersonal, o de las reflexiones que sacian los intereses de los historiadores (mera vocación funeraria). Pero la de Dano es una historia que poco tiene que ver con las piedras, los monumentos y los documentos. Ni siquiera evocaría como materia afín a él la caligrafía o los registros dactilográficos, aunque por ellos atraviese y sirvan de hecho para relatar su historia. Habría que pensar más bien en la sangre, y menos en la sangre real que en la simbólica, porque de lo contrario daría la impresión equivocada de que la violencia es lo único que predomina en su historia. No, quizá lo correcto sería decir que lo que Dano vivió delata aquellos actos en los que la fragilidad y el azoro, el entusiasmo y el miedo pueden construir un modelo y un temperamento específicos de asumir el sentimiento triunfal por excelencia en las personas: la venganza. Suena truculento. Y lo es. Antes de aventurarte en un viaje de venganza, cava dos tumbas, dice la sentencia milenaria. ¿Cómo reducir todo lo anterior a trazos gruesos o finos, a colores sobrios o llamativos, a bocetos y cuadros aislados o secuenciales por muy elaborados que estos sean con el fin de construir un relato? Ésa fue siempre mi discusión con Dano, que creía que el cómic es un arte integral y superior a la literatura. Por el contrario, he defendido una y otra vez ante él y ante otros la exacta ecuación entre el lenguaje y el pensamiento escritos. Parece mentira que aún haya gente como nosotros que polemiza acerca de tales temas.
Debo expresar palabra por palabra lo que creo al margen del arte de las figuritas y las onomatopeyas: la venganza, por muy triunfal que sea, está lejos de ser gratificante. Ni siquiera en los perversos. La gran mayoría de las veces, la venganza se vuelca en lo contrario. En la incierta percepción del fracaso absoluto, si bien apenas es permisible por salud intelectual hablar de absolutos, que todo lo arruinan con sus ansias de eternidad. Se puede categorizar, a secas, que el fracaso sin ser grato abre la puerta a los entendimientos generosos y, al final, hasta a las conclusiones en las que el escepticismo y la ligereza se unen para construir un estado de gracia que encubre la sordidez de las faltas, de los crímenes, de las mezquindades. Lo raro de todo esto, y que vale la pena destacar, no es tanto su existencia, ya que está en todos los siglos y en todas las épocas, sino que a veces, y esto es lo que puede darle a la historia de Dano un interés adicional, lo experimentado por él ocurrió cuando era joven. De hecho, lo vivió casi en su adolescencia o al salir de los años mozos, que dirían los castizos.
En estos tiempos nadie ofrece un centavo por los castizos —yo menos que nadie—, amantes de la pureza y la rigidez escultórica en el lenguaje. De pronto, se me ha ocurrido usar tal expresión a fuerza de tener cerca de mí la estantería de los diccionarios. La cercanía es la causa de muchos males. Si tuviera próximos los estantes de las novelas quizá me habría referido a los autores de novelas de caballerías y sus sueños de lanza, divisa y epopeya. Y si me refugiara al lado de los libros de cocina, en este sillón que chirría al mínimo temblor de mis piernas a pesar de que lo aceito cada semana, habría aludido a los gastrónomos, que degustan el arte efímero del paladar. Nada es azaroso. Hubo un tiempo en el que creí que cada quien elaboraba su propia existencia. Todos tenemos derecho a ser estúpidos. Y yo me he arrogado el derecho de medir la estupidez, la de los demás y la mía en particular.
Conforme pasa el tiempo me doy cuenta del telar que concita a unos y otros y me parece la cosa más obvia. Claro está, luce obvia si para salvarnos tendemos a recortar un aislamiento de aquello que nos atrae o nos preocupa. Dano diría: hay que delimitar el cuadro de las acciones que interesan. La cucaracha que atraviesa ahora por la superficie de mi escritorio debe saberlo mejor que yo. Sus tenues patas pisan la superficie del cristal y ella nada tiene que ver con lo que el cristal resguarda debajo: una serie de recortes de periódicos amarillentos y papeles que consignan noticias de ayer que tuvieron gran sentido para mí y que ahora han perdido su importancia a mis ojos. Ya se sabe el lugar común: el tiempo es olvido excepto para la cucaracha, que vive en tres tiempos (reducibles a sendos cuadros): nacer, reproducirse y morir.
En aquellos recortes, huellas impresas para la hemeroteca o los recuerdos, se leen vagos reportes policiacos. Cada mañana me siento aquí, después de sacudir un poco el polvo, y limpio con un trapo húmedo el círculo de la taza del café que avispa mis reflejos. Después de hojear el diario y sus llamados desesperados a convencernos de que lo de hoy resulta de una urgencia suprema, espero que lleguen las primeras visitas del día. Como aconteció con Dano.
Y apunto visitas porque clientes cada vez llegan menos a esta librería que atiendo por mera costumbre. Los libros de ocasión que aquí se expenden, como reza el rótulo a un lado de la puerta, han dejado de interesar a las personas. De hecho, la poca gente que se atreve a entrar o interpelarme desde la acera pregunta por una calle, o un domicilio, o de cuando en cuando una madre de familia busca libros de texto que no suelo tener entre las estanterías. Esta tienda de libros, que es su verdadera naturaleza, sólo convoca a profesores distraídos o a jóvenes que urden fantasías en cuanto ven una accesoria como ésta: un refugio de misterios inexistentes. De ilusiones que se hurtan a los padres o a las madres y sirven para encontrar las propias manías.
Siento que algo semejante aconteció con Dano la primera vez que entró por esta puerta, alto, esbelto. Su ropa era un garabato a la moda. El cabello a rape entornaba su rostro circular, la piel morena, los ojos un poco rasgados y vivos; entonces creí que los tenía muy pequeños, después ya no me lo pareció tanto. Las manos ágiles habrían sido estupendas para un músico, un guitarrista, un pianista. Hablaba y sus dedos gesticulaban, veloces y nerviosos. Tenía un aura ambigua. Con aura no quiero referirme por supuesto a ningún relumbre luminoso alrededor de su silueta, como el que alardean vislumbrar algunos creyentes o charlatanes. Con aura sugiero la impresión disímbola que cada persona puede transmitir a los demás cuando los códigos sutiles se imponen por encima del desdén o la indiferencia.

