Por Josh Barkan

 

Nunca voy a saber cómo rayos le hizo el Chapo Guzmán para escoger mi restaurante. Fue la misma jugada que ha hecho en otras ciudades, como Monterrey y Culiacán. Era él, Guzmán, con todo su atuendo de narco. Traía puesta una gorra de beisbol con el camuflaje pixelado que el ejército americano inventó para Irak y una chamarra beige. Era uno de esos días fríos de junio, cuando ya empezó la temporada de lluvias, y el narco más rudo del país debió haber sentido un poquito de frío. ¡Qué locura! En mi restaurante. Con quince guardaespaldas hormigueando a su alrededor. Los guardias entraron primero. Todos balanceaban sus AK-47 en los brazos. Entraron rápidos y amables, sin detenerse ante el maître. El líder de los guardias, un tipo alto de bigote delgado bien recortado y arete de diamante, se lanzó al centro de la sala y gritó:

—El Jefe va a venir pronto. Denos todos sus bolsas y celulares y sigan comiendo. Nadie sale antes de que termine el Jefe. Si cooperan, todo va a estar bien. Se les devolverán sus bolsas y teléfonos cuando termine el Jefe. Dejen su cuenta. El Jefe pagará su comida.

Sabía que el Chapo era chaparro, claro, pero cuando entró fue sorprendente ver qué tan pequeño era el capo más grande. Entró rápido, como si supiera a dónde iba. Se volvió hacia la primera mesa, a la izquierda, y se presentó. Se quitó la gorra y dijo con mucha cortesía: “Hola, me llamo el Chapo Guzmán. Encantado de conocerlo”. Sonrió y le ofreció la mano a uno de los clientes, un viejo de saco azul que, por fortuna, tuvo la sensatez de ofrecerla de vuelta. Parecía como si acabara de ver un fantasma.

Guzmán fue de mesa en mesa dando la mano, como político pidiendo votos de aprobación. Pero por su manera de sonreír, con una mueca permanente y los ojos fijos en los clientes, parecía estar diciendo: “¡Les voy a caer bien! No soy tan pinche malo, ¿verdad?”. Después de llegar a la última mesa, soltó una risita y luego una carcajada. Era el bromista más rudo del mundo. Era el caballero máximo, dándoles la mano cortésmente a todos los parroquianos, después de haber matado a cientos.

Yo manejo a diario de Santa Fe al restaurante y veo a los vendedores de periódicos por la mañana. Corren por la calle, en los semáforos, tratando de encontrar clientes, agitan sus periódicos en el aire, y la primera plana siempre trae a un narco como Guzmán y algún dato sangriento, como los cuerpos que el Chapo disolvió en ácido en un rancho cuando se enojó con otros narcos, o fotos de cuerpos sin cabeza ni manos tirados en las calles de Veracruz. El Chapo mató al hijo de su cuñado. Tiene 55 años, es la cabeza del Cártel de Sinaloa, y es un narco listo, no solo porque escapó de prisión —con ayuda de docenas de personas a las que sobornó para que lo sacaran de una cárcel de máxima seguridad en un carrito de lavandería—, sino porque ha logrado vivir hasta los 55, cuando la mayoría de los narcos ni siquiera se acercan a ser abuelos.

Todo mundo sabe de él en México: que se casó con una joven reina de belleza, que acaba de tener gemelos en un hospital de Los Ángeles. Que el tipo controla toda la cocaína, mota y la mayoría de la meta y heroína que entran a Estados Unidos. Yo solo llevo dos años en México, montando el restaurante, pero quien haya pasado tiempo acá se sabe los nombres de todos estos narcos como si fueran los héroes y demonios de las telenovelas que pasan todo el día en cada cantina y en el hogar de cada ama de casa.

Así que no tenía que ser un genio para saber que el tipo que acababa de entrar en mi restaurante era capaz de matarme a mí y a todos mis clientes, y yo era el chef principal.

El Chapo pidió que lo llevaran a una sala privada, atrás, donde a veces hay comidas para empresarios importantes. Mi restaurante está en Polanco, en la frontera con la colonia más cara de todas, Las Lomas, donde están los bancos internacionales. Mi comida es una mezcla de cocina francesa y nueva cocina estadounidense, lo que significa que se vale todo: fusión con toques asiáticos, wasabi con cangrejo al bourbon, cerdo con champiñones chaterelle en crema de jengibre y caviar de beluga espolvoreado, ensalada de arúgula con rodajas de trufa y salsa cointreau.

Diario me levanto temprano y voy al mercado de San Juan, en el centro de la Ciudad de México, para comprar los productos más frescos que encuentre. Al principio parece un mercado típico, en una amplia nave de concreto, pero los puestos están repletos de vegetales recién traídos en pickups por pequeños productores campesinos, e incluso hay un par de puestos coreanos en los que puedes encontrar verduras asiáticas, menos comunes en la Ciudad de México. La cocina de fusión ha estado de moda en Estados Unidos desde hace treinta años, pero en México es nueva, así que he recibido más atención aquí de la que obtendría un chef equiparable en Estados Unidos. Esa es una de las razones por las que vine a México. Un amigo mío que estaba viviendo aquí fue al restaurante en el que yo era chef principal en Pittsburgh, probó una pechuga de pavo curada que estuve conservando en la bodega, sorbió los vinagres caseros que estábamos usando para los aderezos y para los chícharos y zanahorias bebé en escabeche, y me dijo que sería un éxito inmediato en la Ciudad de México.

Mi cuerpo está cubierto de tatuajes, con naranjas y azules brillantes arremolinándose en flamas de ciencia ficción por piernas y brazos, y la idea de ir a un lugar nuevo, fuera de Estados Unidos, me atrajo. Ya me había hartado eso de ser el “chef exitoso” en Estados Unidos. Al final me quedaba tras el cierre, con clientes que me adoraban, habían visto demasiados episodios de Iron Chef y creían que podía malabarear cuchillos y preparar comidas deliciosas en menos de media hora. La verdad es que la buena comida toma tiempo. Esos programas son una farsa. Se necesitan horas de planeación y experimentación. Fue lindo montar en la ola de la obsesión culinaria en Estados Unidos, pero quería ver si podía salir de mi zona de confort, ir a algún lado donde la comida no fuera sinónimo de pornografía, donde a la gente todavía le gustara por su sabor y no por lo que pregonaba sobre ellos. Así que salté ante la oportunidad de abrir el nuevo restaurante en la Ciudad de México.

Necesitaba clientes con dinero para hacer el tipo de comida que quería. Pero estaba buscando clientes que necesitaran que les despertaran el paladar, que todavía no lo hubieran leído todo en una revista lustrosa. Estaba buscando mercados nuevos para cazar ingredientes. Estaba buscando aventuras.

Llevaron al Chapo a la sala trasera, y me mandó a llamar con uno de sus guardias. Si lo que estaba buscando eran aventuras, me iban a dar más de lo que había pedido.

Hay una banca de cuero fino apoyada contra una pared de la sala trasera, y el Chapo estaba sentado en ella, recostado hacia atrás, sus piernas tan cortas que me dieron la sensación de que estaba balanceando los pies por debajo de la mesa cuando entré a conocerlo. Un guardia bloqueaba la puerta que daba a la izquierda, hacia el comedor principal. Otro me apuntaba con una AK-47. El Chapo estaba sentado, solo, esperando a hablar conmigo.

—Siéntate —dijo.

Me senté frente a él. Me miró de arriba abajo y escupió en la madera pulida de la mesa.

—¿Qué clase de disfraz de chef es ese? ¿Qué no tienes dignidad? Pensé que eras el chef más nuevo de la ciudad, el más a la moda. Pinche México. Todo mundo se cree bien pinche importante en esta ciudad. No saben nada.

Yo nunca uso gorro blanco de chef. Me parece ridículo y pretencioso. Normalmente me pongo la camiseta de alguna banda de rock retro que me guste. Tiendo a usar pantalones de bicicleta y crocs en la cocina, bajo mi mandil. Me gusta rodar cada vez que tengo un poco de tiempo, y suelo usar gorra de ciclista o de beisbol con algún logo de heavy metal. Traía puesta una gorra de beisbol, con las letras AC/DC sobre el frente negro. La verdad es que el Chapo y yo nos veíamos un poco parecidos, cada uno con su gorra.

—¿Qué clase de atuendo quiere que use? —le pregunté amablemente.

—Ten un poco de dignidad, cabrón. Si esta es la ropa que necesitas para sentirte importante, pues no trates de cambiar por mí. Pero pareces atleta amateur, no chef. Todo mundo quiere ser lo que no es. Los políticos fingen ser santos. Los rufianes hacen como si amaran a sus esposas. Pensé que un chef sería distinto… Pero ya vi que eres un fantoche, como todos los demás.

—Haré mi mejor esfuerzo —dije.

El escritor Josh Barkan

El escritor Josh Barkan

Esto iba a ser más difícil de lo que pensaba. Sabía que si el Chapo Guzmán había entrado a mi restaurante, probablemente lo estaba haciendo como una suerte de relaciones públicas, para que todos en la ciudad supieran que este era su territorio, que podía ir y venir a voluntad, que podía traer una recompensa de cinco millones de dólares sobre la cabeza y burlarse de todos los policías antinarco del país. Si lograba entrar a un restaurante de lujo y pagar por todos a plena luz del día, entonces sería suficiente para inspirar terror en cada habitante de la ciudad. Había oído que ese era el efecto de sus jugadas en otras ciudades. Parecía un dios que podía ir y venir cuando quisiera, invulnerable a los límites humanos. Pero si estaba entrando a mi restaurante en particular, supuse que no solo era para dejar su punto claro. Si estaba entrando a mi lugar en específico, era para ver si la comida era buena. Mi trabajo, entonces, como el de cualquier gran chef, era hacer magia. Un chef realmente bueno sienta a alguien a la mesa, lo hace esperar más de lo que quiere, hasta que comience a salivar —como para ponerse un poco de malas, como para dudar de las cualidades de la cocina—, y luego sale con plato tras plato de maravillas inesperadas, con combinaciones de sabores que saltan y sorprenden, en un éxtasis perfecto, hasta que el cliente saca la cartera por iniciativa propia y paga mucho más de lo que cree que debería, pero sin remordimiento, con un clamor, de hecho, por la próxima oportunidad de comer más. Y durante todo ese tiempo, el chef solo tiene que idear algunos platillos en el menú que complazcan a todos. Cada persona creerá que la magia fue solo para ella, pero fue para los ochenta a cien clientes del día.

A la reticencia estaba acostumbrado. Que alguien estuviera diciendo que me veía como marica era otra cosa. Iba a necesitar mucho más que los trucos usuales para ganarme al Chapo. No parecía del tipo que quisiera matarme si no lograba hechizarlo, pero siempre era una opción.

—¿Quiere algo del menú hoy? —le pregunté. Usé psicología invertida. Sabía que si le preguntaba eso, diría que quería algo hecho solo para él.

—¿Parezco el tipo de hombre que come lo que están comiendo todos los cerdos de allá afuera? —respondió el Chapo. Apuntó a la puerta que daba al comedor principal. Normalmente hay un rumor de clientes hablando, comiendo, ordenando vinos finos y lamiendo con discreción sus cuchillos, aunque sea de mala educación. Puedes saber qué tanto les gusta la comida a tus clientes por la cantidad de salsa que dejan en el plato. Siempre inspecciono los platos cuando entran a la cocina. Donde hay marcas de que la gente limpió la salsa con pan, tomo nota y trato de hacer esas salsas más seguido, aunque siempre tienes que probar cosas nuevas.

Apenas si salía un sonido de la puerta que daba al comedor.

—¿Entonces algo especial, solo para usted? —dije.

—¿Sabes cómo me volví el Jefe? —interrogó el Chapo—. No solo maté gente. Cualquiera puede matar gente. Cualquiera puede ser el rudo más rudo del barrio. Eso te da un veinte por ciento de lo que necesitas para ser el capo —se inclinó hacia mí, como si estuviera a punto de darme la llave secreta del universo—. Me volví el jefe por idear un mejor plan. Me volví el jefe porque alguien me dijo qué tenía que hacer, y yo volví con algo mejor de lo que me habían pedido. ¿Quieres cincuenta toneladas de producto en Chicago para el lunes? Bueno, yo me encargo. Pero también voy a construir un túnel debajo de la frontera para poder mandar más de trescientas toneladas la semana que entra. Y voy a mandar dos clases de producto en los mismos aviones a Los Ángeles. Esos idiotas. Solo estaban mandando mota en los aviones, y podían haber enviado coca.

>Fragmento del libro de relatos “Sangre, sudor y México”, de Josh Barkan (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.