Por Iván Farías

 

1

Diego Rodríguez, el Soñado, encendió un cigarro en el estacionamiento justo después de salir de la casa. Le dio tres caladas seguidas y lo tiró. Tenía un jugoso cheque en la mano. Lo volvió a ver sin creérselo. No podía depositarlo ahora, los bancos estaban cerrados. Sería hasta mañana.

Volteó a ver por última vez la casa en la que había trabajado un par de años. Se despidió con un aire socarrón, abriendo y cerrando su mano. Rio. Metió primera en el Volkswagen y tomó camino hacia el centro. Necesitaba festejar.

En La Esperanza, un tugurio en pleno Garibaldi, lo recibió Hugo, el cantinero, ofreciéndole su mesa habitual.

—¿Lo de siempre? —le preguntó, limpiando la mesa.

El correoso cantinero vestía impecable camisa planchada y corbata negra, las cuales contrastaban con el Cristo de tinta carcelaria en su brazo izquierdo.

—Hoy no, estoy de fiesta.

—¿Qué festeja?

—La Libertad —soltó Diego.

—¿Qué va a ser?

—Un Juanito rojo.

—¿Se divorció?

—Digamos que hay momentos en la vida en los que uno decide tomar la Libertad y todo se conjuga.

El cantinero echó dos hielos en un vaso de vidrio. Como no estaba el dueño, sirvió con generosidad. Llevó el trago y se fue a encender la televisión.

—No la prendas. Qué pinche manía con la tele en todos lados.

—El patrón dice que cuando llegue un cliente lo haga.

—Por mí la puedes quemar.

El cantinero destapó una Coca-Cola.

—Por usted.

Todos tenemos un plan, pensó Diego. El plan siempre es obtener una buena cantidad de dinero para poder vivir sin trabajar el resto de la vida. Ése era su sueño recurrente y estaba a punto de ponerlo en funcionamiento.

Rodrigo, un estafador de mujeres, amigo de Diego, vivía soñando con el negocio que lo sacaría de pobre. Su primera mujer le compró una poderosa computadora y le instaló un taller de serigrafía para vender “playeras revolucionarias” a chicos de escuelas acomodadas que gozaban asistiendo a marchas y mítines.

Era un buen plan de retiro, pero Rodrigo acabó enredado con una chica diez años menor que él. Razón por la cual su mecenas le retiró los recursos.

La segunda idea de Rodrigo era aún mejor, un negocio redondo que daría muchísimo dinero. Conoció a un hombre que había patentado la forma de renovar llantas fundiendo el caucho de una manera que Diego nunca logró entender. Una llanta lisa podía volver a rodar en tan sólo una hora con un dibujo nuevo y el mismo agarre. Un neumático que tenía una vida útil de dos o tres años, podía llegar hasta los seis. Cualquiera quisiera tener ese ingenio. Sin embargo, el inventor no conseguía accionistas para su idea. Los pequeños empresarios locales, imbéciles, no veían a futuro. Un prototipo de su invento lo tenía en una talachería a pie de carretera.

Fueron a visitarlo. El inventor resultó ser un tipo que sabía todo acerca de los autos, las llantas y su desgaste; que sabía hacer cosas increíbles con las manos. El prototipo era una máquina realizada de manera profesional con apenas unos pocos materiales.

Diego y su segunda mujer se convencieron del todo. En cuarenta y cinco minutos convirtió una llanta, a la que antes se le veían fierros asomándose por el caucho, en un neumático reluciente y negro. La mujer sacó un cheque, Diego aplaudió.

Fueron a festejar. Bebieron cerveza y Rodrigo acabó quedándose en un hotel con su chica. El inventor y Diego continuaron la juerga. El muchacho soñaba con un gran centro de servicio automotriz donde el uniforme, un overol azul con su nombre bordado en el pecho, lo llevaran todos sus empleados.

La mujer de Rodrigo, una joven heredera con pretensiones ecologistas, lo dejó al poco tiempo. Y es que la mayor parte del cheque lo acabó gastando con una rubia proveniente de Polonia a la que invitó a unas buenas vacaciones en Mazunte.

Diego Rodríguez, el Soñado, se acabó su trago y pidió otro.

Rodrigo y él se habían dejado de ver, pero un día, no hace mucho, mientras viajaba con el gordo de su exjefe, lo encontró en un restaurante de carretera, rumbo a la playa. Rodrigo había logrado su sueño: una chica de escasos veinticinco años servía cervezas y camarones al gusto, mientras él dormitaba en una hamaca.

—Este es el mejor negocio —dijo su amigo—: vender cerveza. El terreno es de ella, pero yo tuve la idea. Es un plan perfecto.

Ese día fue cuando Diego decidió renunciar a ser el vil chofer de un gordo empresario y buscarse la gran vida.

En el pasado, Diego había trabajado para un ministerial que robaba casas. Operaba de manera sencilla. Un viernes llegaba al centro de comando, se reportaba en la lista, dejaba a sus subalternos diferentes tareas y se largaban. Subía al auto y manejaba hasta el estado seleccionado, siempre algo próximo: Tlaxcala, Querétaro, Puebla. Luego de observar qué casa estaba vacía (correo amontonado en el buzón, la entrada llena de hojas caídas, luces encendidas a pleno sol) saltaba la barda o abrían con ganzúas. Diego servía de “campana” por si alguien se acercaba. A chiflidos o con un cohete (si era necesario) les avisaba que tenían que salir.

Volvía en la noche y entregaba los reportes de lo hecho por sus subalternos y guardaba la coartada. Pese a que repartían parte de la ganancia siempre quedaba suficiente. En aquellos días Diego se repetía para sus adentros: uno más y me salgo. El que sigue es el definitivo, decía mientras las botellas llegaban, las mujeres se desnudaban y el dinero se iba.

Al final no quedó nada.

Solo, en la cantina, con un vaso de whisky, no parecía un festejo. Necesitaba alguien con quién platicar. Hugo el cantinero era un tipo atento, siempre dispuesto a ganarse su propina, pero en todos los años que tenía de ir a La Esperanza nunca habían pasado de intercambiar unas cuantas frases. Diego sacó un par de billetes y los puso en la mesa.

—Nos vemos pronto.

Comenzó a dar vueltas en la ciudad. Pasó por Bolívar, bajó hasta Eje Central, se desvió en La Alameda hacia Reforma y, cuando se sintió vencido, se acordó de Alejandra. Tenía un par de meses sin hablarle y sin contestarle el teléfono. Ella podía estar enojada, sin embargo no tenía otro sitio a dónde ir. Además, en poco tiempo se desaparecería y nunca más la volvería a ver. Eso le gustaba. Era como esos artistas que anuncian que van a largarse pero que antes sacan dinero al por mayor con conciertos de despedida. Eso haría él, la gran gira de despedida de Diego Rodríguez, el Soñado, que pasó de ladrón a custodio y ahora a futuro dueño de una cervecería de playa.

Se rio de sí, de su sueño: él sentado en una silla con los pies sobre una mesa, viendo cómo una chica servía cervezas frías y cocteles de camarón. Se vio ahí, sin necesidad de aguantar a ningún imbécil que le dijera qué hacer, cómo manejar, a qué horas comer y mucho menos, paseándole en su cara cosas que él nunca podría comprar.

Alejandra vivía al final de una vecindad porfiriana con pequeñas casas de dos pisos distribuidas simétricamente a ambos lados del pasillo.

Diego estacionó el auto en la calle trasera, así nadie vería a dónde iba. Manías de ladrón.

Caminó lento, recordando aquellas noches en las que hacía aquel recorrido para irse a dormir entre las piernas de Alejandra. Le gustaba esa sensación de estar con una chica menor que él, que se dedicaba en cuerpo y alma a satisfacerlo. Era un sueño, guapa, de cuerpo turgente y con suficiente dinero como para no pedirle nada.

Aquello iba perfecto pero Alejandra era impredecible, voluntariosa y conflictiva. Una tarde se le ocurrió ir al trabajo de Diego para ponerle un ultimátum sobre su relación. O se divorciaba o se arrepentiría de no estar con ella en exclusiva. Cuando fue, el Soñado fumaba un cigarro en el jardín de la casa del gordo de quien era chofer. El jardín guardaba una extraña colección de duendes de barro con gorros rojos y bigotes espesos. Era como si los pitufos se hubieran hecho de piedra y estuvieran ahí. Alejandra entró, los pateó y los llamó estúpidos. Si bien aquellos duendes eran horribles —eso nadie podía negarlo—, también era cierto que fueron un regalo que le habían hecho al dueño de la casa. Así que cuando Diego tuvo que rendir cuentas frente al gordo de su jefe, negó conocer a “esa loca”. El hombre le creyó a medias, e incluso aceptó las disculpas, pero lo puso en conocimiento de que lo despediría si pasaba otra vez.

Los duendes, huelga decirlo, tuvo que reponerlos de su salario.

El día del zafarrancho, al salir del trabajo, Alejandra lo esperaba dentro del auto. Él intentó decirle que se fuera pero todo quedó zanjado cuando le bajó el cierre. Ahí Diego supo que un hombre necesita mucha fuerza para evitar caer en el juego de alguien con problemas psiquiátricos. Y que uno también la necesitará si no se sabe alejar a tiempo. Por eso se había separado.

Compró una botella de vino y un six de Noche Buenas en una vinatería. La tendera le preguntó si no iba a querer los Camel de siempre. Negó con la cabeza. Le molestaba que los extraños supieran cosas de él, como la marca de cigarros que fumaba.

Con su copia de la llave abrió la puerta de entrada, atravesó el patio, que se encontraba en total silencio, y sólo en ese momento pensó que tal vez ella no estuviera. Cuando iba a desechar la idea, el cielo comenzó a llover y tuvo que correr al 12 B.

Alejandra se quedó fría al abrir la puerta. Se veía hermosa. Traía un vestido negro que se le pegaba al cuerpo, dejando ver sus formas redondas y su cabello chino humedecido. Se acababa de bañar. Su cara sin maquillaje la hacía ver mucho más joven de lo que era.

—No te esperaba.

—Yo tampoco —Diego se mojaba pero aguantaba estoico. Pero dije, “¿Dónde más puedo protegerme de la lluvia?”

—¡Está lloviendo! —dijo como si de repente se hubiera dado cuenta de que él se estaba mojando.

Alejandra le pidió que se sentara mientras corría al baño por un par de toallas. Diego dejó el vino y las cervezas en la mesa. Vio un bulto cubierto con periódico y una bolsa pequeña con cápsulas azules. La casa parecía la misma, los mismos cuadros de tucanes, las mismas máscaras de carnaval en las paredes, los trastes sucios en el fregadero, pero Diego sabía que algo había cambiado.

Se quitó la chamarra mientras Alejandra esperaba paciente con las toallas. Le intercambió las toallas por la prenda, la cual acomodó en el respaldo de una silla.

—Estás hecho una sopa. Te vas a enfermar. Necesitas calentarte.

—Por eso vine —sonrió Diego, secándose la cabeza. La camisa no se había mojado. Los zapatos sí estaban bastante húmedos. Se sentó en el love seat de la sala y comenzó a desatarlos—. ¿Tus gatos?

—Escaparon. No me los recuerdes.

Alejandra fue a una vitrina donde guardaba una variopinta cantidad de cosas: libros, cajas de puros vacías, tazas de feria, de ésas que tienen forma de teta, hojas engargoladas y algunas botellas medio vacías. Tomó un Vat 69, sacó un par de vasos y sirvió tragos para los dos. Para él con un hielo gordo que casi cubría medio vaso; el de ella con un Peñafiel rezagado en el refrigerador.

—Con esto seguro entras en calor.

Diego se lo tomó sin mover el pesado hielo. El calor primero entró por la garganta. Superado el sabor fuerte y rasposo del escocés, sintió cómo toda su carne adquiría un calor acogedor.

—Perdón por venir así. Quería verte —midió a la mujer con la mirada, tratando de descubrir de qué humor estaba. Una hembra como ella puede volverse un gatito dispuesto a dejarse acariciar durante horas frente al televisor o soltar un par de zarpazos que te dejan sangrando los brazos.

—Pensé que ya no me querías.

—He estado ocupado comprando mi Libertad.

—¿Te divorcias?

—¿Por qué todo mundo piensa que divorcio es igual a libertad?

—Porque lo es.

—¿A poco no te gustaría estar casada conmigo?

Alejandra vio cómo Diego le extendía los brazos y no pudo más que ir con él, al sillón. Se besaron. Diego sintió sus senos redondos en su pecho, su respiración. Cualquier otro habría dicho que ella era gorda; para él era simplemente una mujer suculenta.

—¿Por qué siempre eres de la misma manera? Me abandonas y regresas, te largas y luego te apareces así como así. Te aprovechas de que no puedo decirte que no. De que soy débil.

>Fragmento de la novela “Un plan perfecto”, de Iván Farías (Grijalbo, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.