Junio debe considerarse como el mes de Ramón López Velarde en virtud de su natalicio el 15 del sexto mes de 1888, en Jerez, Zacatecas, y de su fallecimiento en la Ciudad de México, el 21 de ese mismo mes, pero de 1921. El poeta jerezano sensualmente sacro, eróticamente profano, desde sus primeros poemas buscó dar cauce a su propuesta estética a través de un esquema sonoro de primer orden, buscando el desplazamiento de la métrica y la rima apoyándose en la acentuación y en el alargamiento del verso, en los encabalgamientos y en otros recursos que posteriormente determinarían su peculiar, y particular, estilo.
Atmósferas taciturnas, sonido y ritmo, percepción y concepto, no el simple ordenamiento de palabras apoyándose en la dinámica interna provocada por la sensibilidad, sino la revelación espiritual, esa profunda serie de símbolos que el corazón reconoce como memoria y que condensa la esencia de la vida misma, sirven de apoyo para integrar esa expresión inconfundible que lo distingue. Armonía, brillantez y contundencia en las imágenes, adjetivos reveladores, así como un marcado equilibrio entre la emoción y la inteligencia constituyen sus principales características. Por eso las palabras cotidianas se trastocan y se vuelven inusuales. Tal el sentido de los adjetivos utilizados por el autor que me ocupa.
Pero, ¿qué hay detrás del verso lopezvelardiano? No el sometimiento a la métrica y a la rima, puesto que desde sus inicios procuró dilatar el ritmo utilizando alejandrinos, versos pareados, epítetos insólitos, voces esdrújulas, para significar una dimensión única, estética, donde el orden sonoro de la imagen alcanza el ámbito de la Revelación (después de todo, las palabras son códigos, símbolos, memoria compartida). López Velarde busca alargar su ritmo apoyándose en alejandrinos, observando desplazamientos acentuales para provocar un efecto de libertad. Y auditivamente lo consigue, aunque morfológicamente estaba ceñido, y constreñido, a la métrica y a la rima. A través de una estructura conocida, por la acentuación misma, el efecto es libérrimo. Más allá del primer nivel literal, significativo, las palabras abren su expresividad a otras esferas más plenas, independientemente del sentido original, histórico, psicológico, simbólico, perceptivo, etc.
Por eso la peculiar manera de adjetivar —que va más allá del aspecto sensorial de las cosas y que W. Phillips denominada “metafóricos”— sin pretende “calificar” al objeto (sustantivo) sino otorgarle una cualidad sensitiva y visual, potencializándolo para ampliar su contenido semántico y estético. Hay, ciertamente, una ampliación del horizonte sonoro-semántico, una necesidad de convocar emociones y percepciones, experiencia y conocimiento. Sonoridad, resonancia equilibrada con los necesarios silencios, que de alguna manera también representan imágenes sonoras, se vinculan con los acentos esdrújulos; los encabalgamientos, las aliteraciones y reiteraciones con los versos pareados. Temáticamente hablando busca expresar sus peculiares atmósferas ocres, taciturnas —la “íntima tristeza reaccionaria”— con el sentido sacro del mundo, sobre todo cuando pretende reflejar el amor.
Más que forma, investidura. Sin embargo, la acentuación esdrújula, la combinación silábica predeterminada, así como la isorrima aconsonantada (similar a los versos pareados), son fundamentales para provocar esa contundente atmósfera sonora característica en este poeta. En la eufonía del bardo zacatecano se advierte la ejecución y la estructura. Hay un rasgo pertinente distintivo en López Velarde: por su misma naturaleza fónica, atributos que se encuentran en la eufonía (la carga esdrújula, por ejemplo, o los pares mínimos de versos) y que conforman esa atmósfera de sonoridad cuasi abstracta en el plano del contenido. Al igual que el metro, las imágenes son estructuras fundamentales de un poema, puesto que integran el estrato sintáctico o estilístico y determinan el significado. López Velarde se apoya en ello, además utiliza la metáfora de manera adecuada, no como un simple artificio estético. Tampoco constituye un recurso decorativo o un aspecto sonoro-semántico. Por otra parte, las consonancias, el apareamiento, la combinación silábica, develan con vigorosa lucidez expresiones inevitablemente imprevistas: Prolóngase tu doncellez/ como una vacua intriga de ajedrez./ Torneada como una reina/ de cedro, ningún jaque te despeina./ Mis peones tantálicos/ al rondarte a deshora,/fracasan en sus ímpetus vandálicos. /La lámpara sonroja tu balcón;/ despilfarras el tiempo y la emoción./ Yo despilfarro, en una absurda espera,/fantasía y hoguera. (“Despilfarras el tiempo”).
Desde sus primeros poemas (1905-1912) utiliza versos de 14 sílabas, con algunos pareados que establecen la resonancia y algunas comparaciones similares a la de la poesía hebrea (El piano de Genoveva”, por ejemplo, en Ramón López Velarde. La suave patria y otros poemas, ibid.). La preponderancia de alejandrinos, combinados con un endecasílabo y un tetrasílabo provocan la dinámica interna del verso. La adjetivación empieza a ser reveladora: “ostracismo acerbo”, “infantil asedio”, “musicales nidos”, “tristeza extática”, etc. La acentuación esdrújula empieza a ser primordial. En La sangre devota (1916) la dimensión taciturna prevalece. El volumen es, de hecho, “una suma/ de nostalgias y arraigos” en virtud de ese hálito ocre, contrito, y a esa “inestable eternidad de espuma” de sus atmósferas espirituales, reveladoras. Endecasílabos y heptasílabos marchan sin el apoyo de la rima. En apariencia los versos son libres, precisamente por la acentuación y la peculiar manera de adjetivar, que evidentemente amplía el horizonte semántico de la expresión.
En Zozobra (1919), la singular resonancia lopezvelardeana se desborda. El ritmo es más ágil y su sentido acústico y visual provoca desasosiegos y una dinámica interna que repercute en la acentuación, como de encrespamiento cadencioso; la función adjetival llega hasta sus últimas consecuencias, modificando la substancia lingüística, semántica: corazón retrógrado, lúgubres arreos, licor letárgico, acucioso espíritu, fulmíneas paradojas, falda lúgubre, condensan y compactan la substancia verbal. Sin embargo, en el poema “No me condenes…” la rima es capital, aunque por la combinación silábica, por la peculiar acentuación se consigue un efecto de oleaje rítmico, donde los pareados insisten y persisten en revelar, de manera incisiva, el orden acústico del verso: Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:/ ojos inusitados de sulfato de cobre./ Llamábase María; vivía en un suburbio,/ y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
En la introducción a su Lunario sentimental, indicaba Lugones que el lugar común corresponde a la “abominación del idioma”, por ende López Velarde aplicaba correctamente esa observación a través de los “epítetos esdrújulos” e insuitados. Sin embargo, en El son del corazón (1932), publicado de manera póstuma, el poeta empieza a prescindir de los epítetos reveladores, privilegiando la substancia. Los 17 poemas demuestran que el ritmo es ágil y preciso, más natural; paulatinamente se va fortaleciendo la acción del sustantivo y ya no prevalece “el artificio pérfido del adjetivo”, para usar los términos pacianos. “Anna Pavlova”, “Gavota” y “Si soltera agonizas”, por ejemplo, demuestran mi aserto. Y aunque López Velarde es un creyente apasionado, cuya fe se erige en contemplación activa; una conciencia sacrílega que visualiza con pesimismo la incompatibilidad del mundo, en este volumen póstumo se revela más con un sentido épico, casi ritualista: “Suave patria” es un canto que oscila entre la expresión íntima y la visión cívica que el poeta tiene del país; ahí se advierte a López Velarde como un genuino orfebre, un alquimista del lenguaje cuya sonoridad expresiva es sinónimo de exploración interior.
El impacto sonoro, la persistencia en abordar imágenes reveladoras y contundentes va en detrimento de la emotividad necesaria. En ocasiones se advierte demasiada escenografía verbal, que minimiza el efecto sagrado del acto de nombrar. Su riqueza léxica, las atmósferas logradas en virtud de la imagen forjada por los adjetivos reveladores, las reiteraciones sonoras, las figuras de repetición, aliteraciones y encabalgamientos, cuya forma acentual descansa en la cesura y no precisamente en la pausa, son los rasgos pertinentes para considerar que López Velarde seguramente hubiese forjado una obra más profunda y rica, conceptual y expresivamente hablando. Trabajó con ello y para ello. Su visión e intencionalidad lírica se agilizaban y profundizaban en virtud a esas relaciones insólitas y sutiles que establecía entre las cosas y su reconcentrado modo de ser. La bronconeumonía truncó ese futuro ahora prefigurado.

