La violencia siempre ha sido parte esencial del derecho, pues se ha entendido como indispensable para ejercer la coerción. El Código de Urnammu (sumerio, ca. de 2112 años a. de n.e.), redactado por el hasta ahora primer legislador en sentido estricto, hasta el Código de la alianza (Exodo, 21-24), pasando por el Código de Hammurabi (babilonio), el Código de Manú (hindú), y otros, la violencia como recurso para dominar, atemorizar y encauzar al pueblo, ha sido ejercida con el rigor de la ley, aunada a la religión y con rasgos clasistas. Lo mismo ocurrirá en la Edad Media y, aunque ya no vinculada a la religión, en nuestros días. La gente de bajos recursos económicos es la que más se ve afectada por el derecho. Los criminales con influencias o mucho dinero suelen escapar del castigo o hacerlo más amable. Como afirma Daniel Sueiro: “No es la sociedad lo que las leyes penales defienden, sino los intereses de un grupo dominante, que es el que fija los delitos y las penas”.

El dominio mediante la violencia justificada por la legalidad se da, ya para proteger el sistema social de los rebeldes, ya para obtener o conservar el poder económico y político, pues el poder no admite que se le comparta. Teóricamente abolida en casi todos los códigos desde finales del siglo XVIII y principios del XIX, la tortura sigue aún vigente y hasta modernizada, con la gravedad de que no hay ya leyes que la regulen. Los funcionarios protegen a las minorías oligárquicas poseedoras del poder.

En el ámbito social, la conducta violenta se ha evaluado con patrones legales. La violencia es aniquilada con más violencia por el aparato represor del Estado, que actúa en nombre de la sociedad y para ésta. Sin embargo, cuando la violencia se encuentra institucionalizada y es justificada por el aparato ideológico del Estado, es decir, por las leyes, se trata de dar una imagen de paz social o estabilidad, tanto hacia el exterior como hacia las capas acomodadas del interior, que alimentan al gobierno con su riqueza. La institucionalización de la violencia, además de trivializarla, volverla cotidiana, la acrecienta en la medida en que el gobierno pierde legitimidad. Como dice Carlos Pereyra en Política y violencia: “a menor legitimidad, mayor violencia”, aspecto constitutivo de las dictaduras. Se ha dicho, por ejemplo, que el sistema de castas de la India es la imposición de un pequeño grupo dominante sobre la mayoría explotada y que, por tanto, es injusto, lo cual es cierto, pues un brahman criminal podía ser desterrado, mientras que un sudra era torturado ferozmente y aniquilado. No obstante, nuestro mundo eurocentrista suele soslayar la igualmente injusta democracia griega, la que, como su nombre lo indica, fue el “gobierno del pueblo”, es decir, de una minoría de adultos varones y libres, y no podía entenderse sin un régimen esclavista. Mientras en la India muchos poetas, sabios y dramaturgos como Bhavabhuti, y textos filosóficos (los Upanishads, por ejemplo) y corrientes del pensamiento (el jainismo y el ramaísmo, entre otras) se mostraban categóricamente contra el sistema de castas, en Grecia Aristóteles defendió el esclavismo en su Política e incluyó la tortura, en su Retórica, como una de las pruebas extrínsecas en un juicio.

¿Es el ejercicio de la violencia y la coerción indispensable para controlar, normalizar o armonizar la vida social? ¿Cuál es la naturaleza de la violencia: cultural, congénita, atávica, espontánea, producto de la causalidad…? En la antigua mitología greco-romana, Violencia fue una diosa, hermana de Victoria, Celo y Poder, hijos de Minerva y de la Estigia (río de las zonas inferiores). Los cuatro hermanos yacen, tácitos, en quienes hacen las leyes.