Casi tres décadas después, Cuauhtémoc Cárdenas volvió a destapar el cochinero electoral de 1988, cuando el michoacano contendió por la presidencia de la república y se produjo el episodio conocido como “la caída del sistema”, lo que para muchos fue solo un pretexto para ganar tiempo en la manipulación de las cifras.

El que fuera líder moral del PRD —ya no, porque abandonó ese partido— exigió que Manuel Bartlett Díaz, quien en 1988 era secretario de Gobernación y por lo tanto presidente de la Comisión Federal Electoral, informe todo lo que sabe en torno al episodio aquel que acabó por darle el triunfo a Carlos Salinas de Gortari.

Supone Cuauhtémoc que había un doble sistema de contabilidad, uno, el real, y otro “adulterado”, lo que combinado con la presunta caída del sistema dio curso a lo que muchos mexicanos suponemos fue uno de los grandes fraudes electorales de México, país en el que la alteración de resultados es un fenómeno recurrente, desde 1929, cuando José Vasconcelos se dijo despojado del triunfo.

A la demanda-acusación de Cárdenas, Manuel Bartlett, lejos de negar el fraude, declaró que, en efecto, “Salinas no ganó la elección, la perdió”, pero se niega a asumirse como responsable y culpa a Jorge de la Vega Domínguez y al PAN. Al primero, entonces presidente del PRI, por declarar triunfador a su candidato; a Acción Nacional por aceptar la imposición a cambio de las llamadas concertacesiones.

Dos días después Bartlett abundó en el caso y dijo que al pactar Salinas con el PAN, en 1988, nació la llamada “mafia del poder”, expresión acuñada por Andrés Manuel López Obrador, líder de Morena, el partido en el que ahora milita Bartlett. Y eso precisamente, la militancia de Manuel Bartlett en Morena, es lo que convierte un caso de arqueología electoral en un asunto de actualidad.

Si López Obrador representa la pureza política, si rechaza la alianza con sectores importantes del PRD porque los considera indeseables, lo menos que debe explicar es por qué recibe con tanto afecto a un expriista como Bartlett, quien —¿a cambio del fraude?— fue favorecido por el propio Salinas, quien lo hizo secretario de Educación Pública y luego gobernador de Puebla.

El hecho de que AMLO abra los brazos a personajes poco recomendables —¡A Lino Korrodi!— permite poner en duda sus promesas de cambio. Las formas de gobernar no cambiarán gran cosa si las decisiones quedan en manos de quienes se formaron en la vieja escuela del autoritarismo y el cochupo. López Obrador tiene materia para reflexionar. ¿Podrá hacerlo?