Por Javier Vieyra Galán

 

En alguna ocasión a mi amor de preparatoria  le preguntaron si ella estaba enamorada de mí. Respondió: “No debería estarlo, enamorarse es una mala inversión”. Y tenía razón, respecto a nosotros, aunque ambos decidimos aceptarlo hasta que estábamos en números rojos.  

Recuerdo la anécdota porque lo primero que se me presentó en la cabeza cuando terminé la última página de Carol, fue darme cuenta de lo deshumanizado que estaba yo en el tema. Creía, al igual que mi ex novia, que nuestro tiempo no se inventó para enamoramientos; puede culparse a lo vertiginoso del tiempo, la tecnología (según Bauman), los miedos, cualquier otro trauma personal. Lo cierto es que hoy entre un romance sea más efímero y entre menos cosas nos gusten del otro, es mucho más fácil olvidar y reciclar el amor. Es trágico, pero ya nos ha gustado sentir nada.

Por eso me sentí tan extraño, pero a la vez curioso, cuando leía Carol. Una historia de amor entre dos mujeres cocinada a un fuego deliciosamente lento por la prosa amena y amigable de Patricia Highsmith. Y es que, la sutilidad con la que se describe cada episodio de la relación y devoción entre Therese y Carol, las protagonistas de la historia, recrea un especie de relato de suspenso en que un breve roce, una sonrisa o una mirada incendian las expectativas de un pasional y rápido desenlace, como los que acostumbramos, pero no ocurre así; sumergiendo al lector en un suerte de éxtasis que lo mantiene constantemente al filo de cada página, casi en agónica espera.

Además, la trama se complementa constantemente con factores que la enriquecen en cuanto a hacer más entrañables a su “heroínas” y a su romance; tal es el caso de los prejuicios propios de la sociedad norteamericana  en la década de los 50´s respecto a las relaciones entre personas del mismo sexo,  o la madurez relativa de las emociones. Ambos aspectos muy bien definidos en diversos personajes secundarios.

Carol fue, según palabras de su propia autora, la primera novela homosexual con un final feliz; desafió no sólo los cánones literarios y sociales  de quienes escribían y vivían  la homosexualidad, sino también, muchos años después, de mentes, como la mía, que habían olvidado ya los dulces placeres y las eternidades de enamorarse. Dos mujeres se aman, no importa lo otro; Patricia Highsmith nos hace un favor.

Debo confesar que compré la novela, casi instintivamente, por no haber tenido la oportunidad de ver la película en la Cineteca. No pude tomar mejor decisión respecto a Carol. La pantalla posiblemente no me haría volverme, otra vez, un suicida de las inversiones.