Se cumple ya un centenario del nacimiento de Carson McCullers, en Columbia, Georgia, y esto ha sido celebrado no solo en Estados Unidos sino en muchas otras partes, con festejos que incluyen seminarios, mesas de debate, reedición de algunos de sus libros, no solo en inglés sino también en español y otros idiomas. Todo ello loable y más que bien merecido, porque Carson fue una autora importantísima que supo plasmar en sus libros los contrastes del sur profundo, pero sobre todos porque entendió a cabalidad a sus personajes —extraños, decadentes, marginales, inadaptados, atormentados, anormales, diferentes— y les dio vida propia; ninguno se parece al otro, y sin embargo todos son uno mismo: la representación de nuestros propios monstruos internos; uno puede reconocerse en cualquiera de ellos, y este es el terror que nos inspira este género del gótico sureño norteamericano, género en el que se ha ubicado su obra.

Conoció el éxito a tempranísima edad: tenía 24 años cuando se publicó su novela El corazón es un cazador solitario y se convirtió en un fenómeno literario.

Ella misma fue el personaje de su propia leyenda, que alimentaba con esmero y con grandes dosis de alcohol. Amada pero también odiada, sobre todos por quienes fueron víctimas de su ácido ingenio. Una mujer que enfrentó grandes adversidades y enfermedades terribles a lo largo de su tormentosa vida. Casada, divorciada y vuelta a casar con Reeves McCullers en una relación difícil de entender incluso con nuestros parámetros actuales de relación de pareja, y a quien finalmente abandonó tras de que él le propusiera un doble suicidio. (Él terminó suicidándose meses después.)

La autora, María Eugenia Merino (derecha); en la presentación del libro sobre Carson McCullers.

No contaré aquí su biografía, ni haré un análisis de su obra; eso quedará pendiente para un próximo libro que tengo detenido, bloqueado desde hace dieciséis años;  los pormenores los cuento en un una breve memoria (Carson y yo en Nueva York) que la Universidad Autónoma Metropolitana me publicó el año pasado, y donde doy cuenta de mi enfrentamiento con los demonios interiores durante parte de mi investigación sobre McCullers durante mi residencia en Nueva York, la visita a Nyack, donde falleció un 29 de septiembre, y la ofrenda de flores sobre su tumba, donde yace junto a la de su madre; el recorrido por sus lugares favoritos y la búsqueda de February House, en Brooklyn, que Carson fundara junto con otros escritores, poetas y músicos en lo que fue considerado el primer salón literario en Estados Unidos, y casa de la que ya no quedan ni los escombros, solo un lote baldío cercado y con un letrero que señala el nombre de la calle cerrada: Middagh St.

Hace ya algunos años tuve la suerte de conocer a Carlos Dews —actualmente jefe del Departamento de Inglés y Literatura en la Universidad John Cabot en Roma, Italia, y director del Instituto de Escritura Creativa y Traducción Literaria de la misma universidad— cuando era director del Carson McCullers Center for Writers and Musicians (la literatura y la música fueron las dos pasiones de Carson desde que era niña), en la Universidad del Estado de Columbia, Georgia, ciudad natal de la autora. Carlos fue el editor de Illumination and Night Glare: The Unfinished Autobiography of Carson McCullers, y es, además, un experto y un entusiasta de la obra de Carson.

The Library of America celebra ahora este centenario con la publicación de Carson McCullers: Stories, Plays & Other Writings, que se considera la recopilación más completa de la obra de esta autora, con sus cinco novelas, ensayos, cuentos, obras de teatro, poemas y autobiografía, editado por Carlos Dews, a quien anteriormente, en 1999, The Library of America había publicado también McCullers. Complete novels.

Llevada al cine o al teatro la mayor parte de su obra, quienes la hemos leído tenemos nuestra novela o cuento favorito; yo todavía me debato entre La balada del café triste y El corazón es un cazador solitario, y a veces me inclino hacia una u otra según mi estado de ánimo o según la última relectura.

También sentimos afinidad por uno u otro de sus personajes; son tan empáticos e inolvidables que se hace difícil escoger entre la triste figura casi fantasmal de una Miss Amelia bizqueando tras de su ventana, o el solitario y melancólico sordomudo John Singer quien, tras la partida de su amado amigo guarda las manos en los bolsillos de su pantalón, en una hermosa metáfora del silencio de quien ya nada tiene que decir; incluso, el antipático y malévolo Primo Lymon o el egocéntrico Antonapoulos o hasta el patético Capitán Penderton pueden llegar a tocarnos emocionalmente. Especialmente entrañables son las adolescentes Frankie y Mick con sus sueños de niñas a punto de convertirse en mujeres adultas, con toda la decepción que eso les acarreará.

Podría decirse —y así se ha dicho— que el canon de su obra fue el amor no correspondido; pero eso sería quedarse muy corto, porque hizo también suyo el tema de la identidad —racismo, homosexualidad, marginalidad—; de la pertenencia, con su sentencia de The we of me, ese nosotros que permanece en cada uno de nosotros, porque no somos un yo solo, aislado de los demás, sino que pertenecemos a los otros, somos los otros.

Quien no haya leído a Carson McCullers, es el momento de hacerlo. Es la mejor manera de festejar este centenario de su natalicio; aunque con tristeza tengamos que recordar también que justo hace cincuenta años murió “la desgraciada más talentosa que he conocido”, en palabras de otro grande, Gore Vidal.

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