El sistema de premios y castigos, el mundo del proyecto, la ansiedad y el exceso de futuro, la idea de progreso, el concepto de divinidad personal, el tiempo y el dinero como elementos cuantificables y, por tanto, racionales, atentan contra lo indistinto e impersonal, promueven la división y acentúan el yo como centro, el individualismo, su instinto de conservación y su consecuente (a veces incontrolable) rapacidad nacida de la inseguridad ante un mundo contingente en que son inevitables (y necesarias) las representaciones, los esquemas, estrategias e ideologías para proporcionar una dirección, un sentido a dicha contingencia, aunque en realidad nadie sepa en qué parará el azar ya con la conciencia de la capacidad humana para precipitar la disolución y retornar así, ¿definitivamente?, a lo indistinto e impersonal.
Mientras tanto, en interior del individuo, la única forma de conquistar lo impersonal es en la experiencia extática, lo que ciertos gnósticos llamaban pleroma, y que puede provocarse de muchas maneras. La más común es la culminación de la experiencia erótica, donde, al manifestarse, el yo hace del otro (o de su propio yo) su continuación, y ambos se vuelcan hacia el olvido del propio yo, a la impersonalidad que llega al paroxismo en el momento en que se deja de ser lo que se era en la conciencia de identidad. En lo indistinto, por el contrario, se cae en un abismo donde el yo se anula y la vida se enlaza con la muerte: Eros le tiende la mano a Tánatos incluso en la contemplación estética, cuando ésta es intensa y conquista ese “salir de sí mismo” que define al éxtasis. Con la impersonalidad en la aniquilación extática aparece el profundo vínculo entre vida y muerte. Entonces nos percatamos de que en el fondo una incluye a la otra y son lo mismo, pues en verdad la muerte no existe como tal, sino tan sólo sucesivas transformaciones que ya el propio yo experimenta desde su nacimiento, y si de repente aparece la ilusión de continuidad se debe a la actuación de la memoria como trampa de la propia personalidad para perpetuarse como distinta, siempre distinta. La memoria nos da coherencia y es lo único que afirma nuestra discontinuidad. El olvido, en contraste, nos saca de nosotros y nos hace uno-con-lo-otro en la impersonalidad. Así la identidad se desvanece. Cuando el yo, paradójicamente, busca el olvido, el pasado se impone y lo liga al presente: arraiga su identidad y su máscara (su personalidad). Si busca determinado placer es porque lo recuerda, se lo representa y de ese modo desea actualizarlo. Es verdad: somos continuidad y diferencia en un presente en que vamos olvidando y recordando lo que dejamos atrás, ya que una de las funciones de la memoria es desechar, olvidar. Una fotografía tomada en un remoto pasado puede revelarnos un aspecto olvidado de nuestro yo, una identidad dolorosa acaso ya superada o, por lo menos, transfigurada. El olvido de sí puede volverse recuerdo incluso sin una representación tangible, como puede ser la fotografía. Basta una representación mental. Sin ese olvido no podríamos retornar a él, y si retornamos es porque nos lo representamos. Las fotos, las pinturas, los dibujos, imágenes atrapadas, hechas presencia, acercan lo muerto a la continuidad viviente y lo reviven en la representación. Sólo la auténtica experiencia extática borra toda representación, toda imagen para transfigurar el yo en nada.



 
 