El trabajo como uno los principales factores de la producción ha sufrido diversas transformaciones durante las últimas décadas, como resultado de los procesos de internalización de la economía y la globalización. A nivel mundial conforme se han eliminado las barreras al libre comercio y se ha expandido el comercio internacional, se han instituido nuevas formas de organización productiva donde el trabajo y las condiciones laborales, no han sido los más favorecidos.
En la actualidad existen numerosos estudios que ponen en evidencia la precariedad laboral y el deterioro de las condiciones laborales como un resultado de dichos procesos globalizadores, que afectan a la sociedad en general y a la productividad de los países.
Una investigación del Banco Mundial revela que los países en desarrollo enfrentan una crisis general en materia de empleo, que obstaculiza y podría condicionar los esfuerzos para eliminar la pobreza e impulsar el crecimiento económico. En la actualidad, más de 1,000 millones de personas en edad de trabajar –la mayoría de ellas mujeres– no son parte de la fuerza laboral. Aproximadamente 200 millones no tienen empleo, y lamentablemente 75 millones son jóvenes menores de 25 años.
Conforme a estas cifras, en los próximos 10 años será necesario crear otros 600 millones de puestos de trabajo en todo el mundo para mantener estables las tasas de empleo y seguir el ritmo del crecimiento demográfico.
Sin embargo, el hecho de generar empleo no es suficiente, si este empleo no es formal y productivo. El mercado laboral en América Latina y el Caribe es un claro ejemplo de que cuando existe precariedad en el trabajo, se genera un círculo vicioso que deriva en inestabilidad laboral, baja inversión en el capital humano, informalidad y baja productividad, factores que al retroalimentarse atrapan y colocan a millones de trabajadores en situación de pobreza, inequidad, falta de oportunidades y bajo crecimiento económico.
A pesar de los avances económicos y sociales que la región latinoamericana y caribeña ha tenido durante los últimos años, la realidad es que la mayoría de los empleos siguen siendo de mala calidad. De acuerdo a un informe del Banco Interamericano de Desarrollo, el 55% de los empleos de la región son informales. Aunque las cifras de desempleo son bajas, los empleos se caracterizan por una elevada rotación y muchas transiciones laborales. La antigüedad promedio de un trabajador es 40% inferior a la de los países de la OCDE, y la mayoría de transiciones laborales en países como Brasil, Argentina o México suponen una pérdida de salario o beneficios. Además, la inversión en capital humano es mínima, sólo 8 de cada 100 trabajadores reciben algún tipo de formación al año, contra el 50% en promedio OCDE.
Causan preocupación los datos de la Organización Internacional del Trabajo sobre desempleo juvenil en América Latina, que creció 18.3 % por ciento en el último año, alcanzando su nivel más alto en más de una década. Es alarmante también que este sector poblacional enfrenta una tasa de empleo informal estimada en 56% en promedio para la región.
De acuerdo al informe de la CEPAL, el alza del desempleo influiría en el magro crecimiento económico del 1.3% que se espera para la región en 2017, lo cual será insuficiente para revertir el deterioro registrado en los mercados laborales y para reducir la tasa de desempleo.
Ante este círculo vicioso, es urgente tomar medidas contingentes que apunten a aumentar la productividad laboral, la inversión en capital humano, así como abordar y trabajar en nuestras deficiencias en capacitación y entrenamiento, implementar políticas activas de mercado de trabajo, apoyar la innovación y el talento, fortalecer los derechos laborales y buscar nuevas formas para reducir la informalidad laboral.
*SECRETARIA DE LA COMISIÓN DE RELACIONES EXTERIORES AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE
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